lunes, 30 de julio de 2018

COMO MESSI



Mariama sigue tejiendo trenzas en el ancho paseo marítimo, regateada cada dos por tres por Cheikh, encanijado en su enorme camiseta falsa del Barça con el número diez de Messi grabado en amarillo. Lleva diez años haciendo lo mismo: rastas, coletas y trenzas con abalorios de colores chillones para las hijas aburridas de los extranjeros que visitan la costa y que quieren llevarse un recuerdo diferente de sus vacaciones de vuelta al gélido norte.
Cada mañana monta el tenderete en el mismo lugar, con su cartel descolorido con fotos reales de peinados, su mesa de cuentas de colores y su muestrario de trenzas que cuelgan como lianas. Se pone cerca de la puerta del resort que da acceso al paseo marítimo y que sólo se abre con la misma llave de la habitación. Dice que le encanta la vista y el sonido que le llega desde allí, y que transporta su memoria brumosa a otros gritos felices de niños, a otra brisa cálida, a otro sol ardiente.
El hotel está en una hondonada y hay una diferencia de unos tres metros respecto al paseo marítimo, separado por un muro y unos setos espinosos que impiden el acceso. Por tanto, desde el exterior se vislumbran sin dificultad el despilfarro de las fuentes de agua continua, las piscinas de agua salina turquesa y la ingente plantación simétrica de sombrillas de paja. Desde su posición, a Mariama le parecen las dunas sedientas de su tierra, y precisamente eso es lo que le hace levantar cada día su tienda en ese trozo polvoriento de acera.
Además, es donde conoció a Moussa.
       Él había salido por la puerta de servicio como cada mañana a las once y media, después de dejar todo preparado para las comidas. El verano era la época del año con más actividad y hacía tres turnos de cuatro horas coincidiendo con cada una de comidas del hotel. Aunque todo compensaba. Al menos él, con muy poquito se conformaba.
Ese día se paró delante de su mercadito imaginario de belleza y le preguntó abiertamente cómo se llamaba, con esos ojos tan grandes y esa sonrisa tan limpia y ancha. Al día siguiente a la misma hora, además de la sonrisa, le trajo una flor morada y amarilla que había arrancado de uno de los parterres de la entrada del hotel cuando nadie miraba. Aquello le inundó el corazón de un líquido caliente que aún no sabía que era amor.
            Habían corrido muchas lunas desde entonces, pero algo no se había llevado el tiempo: la callada fascinación de Moussa por Mariama ni la sorpresa infantil de sus ojos grandes. Ahora ya no era platero y mozo de casi todo, sino que había ascendido a auxiliar de camarero y servicio. Durante varios años los responsables no quisieron darle una ocupación en la que los huéspedes pudieran verle, porque consideraban que era un síntoma de poca categoría el tener trabajando personal que no fuera oriundo del país. Peor aún si se trataba de alguien que había entrado ilegalmente en el país venciendo el miedo y el hambre. Más tarde, se convencieron de que su laboriosidad y sus tres idiomas podían pasar por encima de las reticencias de los clientes.
            Ya no veía a los huéspedes atiborrarse detrás de la puerta de las cocinas, ni escuchaba su algarabía veraniega desde el ascensor de servicio. Ahora, cuando le tocaba comedor, se encargaba de montar y desmontar sus mesas, de cambiar los servicios de cubiertos, de llevarles el agua y el vino, de recoger las sobras acumuladas. Pero a él le gustaba más el trabajo al aire libre donde se sentía ágil y bendecido por el sol que golpeaba su tez morena. Disfrutaba llevando las toallas limpias al chiringuito junto a la piscina infantil, reabasteciendo de pan y servilletas de papel a los restaurantes temáticos, colocando el mobiliario después de las actuaciones o al cerrar las piscinas a las ocho de la tarde y bajando por la mañana la ropa de cama a la lavandería.
            La gente le había tratado siempre con una amabilidad un tanto excesiva, como queriendo compensar su suerte en la vida tratando con demasiado celo a un verdadero sufridor. Aunque algunas noches, cuando no podía dormir y notaba a Mariama dando a su vez vueltas sobre el colchón, la había contado que tanta condescendencia le daba asco.
            No sólo eso. Creía que ser un negro inmigrante salvado de la ruina que sirve a niños rubios blanquitos, hijos mimados de codiciosos aunque educados patricios, no hacía sino ahondar en la brecha racial que nunca podría ser completamente salvada. No lo había sido siquiera en países altamente desarrollados como Suecia o Inglaterra. Al menos, nunca había visto a un negro ingles disfrutando de las piscinas y del todo incluido con su pulserita de color plateado en la muñeca y sus ridículos gorros de paja.
            Siempre hay una humillación implícita, una degradación histórica en los niños que se ven atendidos por extranjeros de países pobres o inmigrantes con un color de piel diferente. En su tierno cerebro se graba la imagen irreal pero verídica de que ese tipo de personas siempre serán los que recojan sus despojos, limpien y pulan los suelos que pisan o les sirvan invariablemente sus batidos y combinados. No es algo que se aprenda de manera voluntaria sino por la costumbre de ver desempeñar esos trabajos no cualificados siempre a los mismos seres humanos.
            Y sin embargo, él es feliz entre tanta opulencia y dispendio ajeno.
          Si les preguntara uno a uno a los miembros de su comunidad, le dirían que el paraíso es eso: un vasto espacio repleto de comida, hierba y agua al alcance de la mano.
En la época de menos turistas, cuando el ritmo y el personal se reducen, a veces se sienta en una tumbona con una toalla del hotel en las rodillas a observar la cascada infinita situada en la mitad de la enorme piscina central. Escoge una tumbona que esté precisamente en ese pequeño espacio de terreno porque confluyen las corrientes de aire de la cara norte del hotel y de la playa, y le encanta sentirse azotado por la ventisca cargada de arena y polvo. Le recuerda las noches heladas de su tierra, igual que a Mariama las sombrillas le recuerdan las dunas de su desierto de Lompoul.
         Moussa emigró porque allí ya estaba muerto, condenado a la miseria. Así que escapar y llegar a Europa constituía un doble beneficio: libraría a su madre de la carga que representaba y podría ayudarles desde el exterior. Su padre había muerto asesinado en 1999 en uno de los peores momentos de la guerra civil, la misma que en occidente llamaban de baja intensidad para sentirse menos responsables. En 2006, cuando ellos huyeron, se había producido un recrudecimiento que estuvo a punto de reunirles de nuevo en un cielo vacío de nubes y cargado de almas inocentes. Se salvó porque, junto a su hermana y su madre, había conseguido cruzar la frontera con Mauritania, pero sus primos y tíos no habían corrido la misma suerte. Habían sido decapitados y sus cuerpos calcinados en una hoguera con otros cincuenta vecinos.
            Piensa mucho en ellas, en Adama y Aida, quienes volvieron a los meses y ahora viven en un apartamento de la populosa y congestionada Dakar, un motor económico mundial de primera índole con calles de tierra o de asfalto cubierto de arena y cordilleras de basura en las afueras. Están bien porque la situación en el país parece haberse calmado. Habla con ellas un par de veces al mes, pero no le piden que vuelva ni Moussa les engaña diciendo que pronto estará de vuelta en casa.
            Su vida ahora está con Mariama y con Cheikh, en su apartamento diminuto que cobija la mayor proporción de amor de toda la costa de Almería. No hay un día que no salgan a sentarse en el pretil de la playa a escuchar el sonido envolvente del mar. Le compran un helado a Cheikh que acaban comiéndose ellos y le cuentan fábulas hermosas de una tierra ancestral que nunca conocerá. Su madre le habla de las noches luminosas del desierto, de las hogueras y las hamacas, de la arena entre los dedos y las estrellas como chispas incandescentes que deslumbran al mirarlas. Moussa le habla de un bosque lleno de cocodrilos domesticados y de un rio grande como un mar, rodeado de bosques primitivos, donde aprendieron a navegar en chalupas tan grandes y desvencijadas como la que le trajo a esas costas, sobre las mismas aguas tranquilas que se tragaron a tantos otros.
            Mariama a veces se queja de sus problemas cotidianos, de las estrecheces, de lo que podían tener, y Moussa la regaña. Son los únicos momentos en que le ve realmente enojado: cuando le espeta si alguna vez pensó comer tres veces al día; dormir en una cama en un silencio tan abismal que pueda escuchar la respiración tranquila de su hijo en la otra habitación, sin ruidos de machete ni pasos en la oscuridad que destruyen ramas y vidas; pasearse tranquilos sin nada que ocultar, mirando a todo el mundo a los ojos; si pensó cuando su padre evitó que la violaran y vendieran como a otras niñas de su aldea que su hijo iba a estudiar con libros nuevos las tablas de multiplicar o los continentes, en otra lengua que le hará más libre, más autosuficiente. Mariama calla porque sabe que Moussa tiene razón.
           Aunque él tiene también malos momentos, sobre todo cuando se siente despreciado por la realidad que tiene forma de inglés maleducado para el que no es más que un inmigrante harapiento que encima se siente orgulloso de vivir en un país que considera casi tercermundista.
Esos días le asquea todo: las inglesas rubias gordas con las uñas pintadas de colores imposibles, desbordando sus carnes enrojecidas sobre las hamacas; las morenas galesas desgraciadas, repletas de tatuajes descoloridos zampando sin descanso ni tregua platos de plástico llenos hasta los topes de triángulos de pizza cuatro quesos y buñuelos de bacalao, bebiendo cervezas como si no existiera el agua; las niñas y niños lechosos con gafas de sol, marcas de bañador cruzando sus espaldas, obesos prematuros acostumbrados a una dieta desoladora e hipercalórica; los platos abandonados llenos de tres tipos diferentes de comida sin tocar, desperdicios indecentes del capitalismo más irracional; los críos en remojo con camisetas para no abrasarse con un sol que no ven durante 300 días al año en sus países ricos del norte, armados con pistolas y rifles de agua que empapan la primera fila de tumbonas, las que se ocupan desde las nueve de la mañana porque están en primera línea de piscina; las barrigas fofas y deformes que no hace falta ocultar durante una semana, elogio del descontrol sedentario y la decadencia; los patos gigantes hinchables, los manguitos rojos de superhéroes, los balones de playa con moluscos impresos; los camareros pacientes que lo único que saben decir en otra lengua son las bebidas que suministran, aburridos de haber emigrado en su propio país, extranjeros en su tierra, parias en hoteles de lujo alquilados a bárbaros borrachos y maleducados.
            Hoy Cheikh se agita intranquilo en la cama. Parece increíble que después de un día callejero con la pelota, de bañarse no menos de quince veces en el mar sin olas, de correr por la arena con sus amigos durante horas, aun tenga cuerda para seguir despierto. Ha pedido agua a su madre desde su pequeña habitación abierta a las estrellas, pero ha sido Moussa quien se ha levantado. Tiene la impresión de que Mariama también le ha escuchado, aunque se ha hecho la dormida, como echándole en cara que ella ha sido la que le ha tenido alrededor durante todo el día.
            Le lleva una botella de agua helada del frigorífico y el chico se incorpora y bebe con ansia. Cuando acaba y se la devuelve a su padre, se desploma en el colchón. Moussa deja la botella medio llena en la mesa estrecha junto a su cama, junto al Capitán América y el taco de cromos sujetos por una goma del pelo:

- ¿Te puedes quedar un poquito? No me puedo dormir.

            Moussa mira los luceros incandescentes de su hijo bañados por el brillo amarillo de una farola y no puede evitar asentir. Se sienta en el suelo, con la espalda apoyada en la parte lateral de la cama y la cabeza cerca de la de su hijo, tan cerca que Cheikh estira el brazo y le acaricia la mejilla suave con los dedos de la mano. Los deja allí, acariciando con ternura la cara de su padre. Moussa le agarra la manita y la sujeta junto a su mejilla mientras cierra los ojos.

- Ayer Iván me dijo que nunca podría ser como Messi, porque soy pobre, negro y flaco.
- Messi también era pobre y muy bajito cuando llegó a España. En su país le llaman la pulga ¿sabes? Nada de eso importa. Sólo importa el corazón.
- A mí me llaman cucaracha.

            El niño se queda callado, pensando, y sus palabras ásperas quedan flotando en el aire cargado de la habitación. Quiere decir algo más, pero le interrumpe la voz de su padre:

- ¿Por qué te ha dicho eso Iván? –le pregunta Moussa.
- Porque les hemos dado una paliza en el partido de esta tarde en las canchas ¡7-1! Y yo he metido tres.
- Ahora entiendo.

          Le gustaría hablarle a su hijo de la envidia de los mediocres y de la inutilidad del talento cuando se enfrenta a las influencias, pero ni Cheikh lo va a entender ni él tiene ánimos de explicárselo. Lo acabará entendiendo en el futuro.

- ¿Entonces crees que puedo ser como Messi?
- Puedes ser lo que quieras, mi rey. Ahora estamos en el sitio correcto, donde todo lo que quieras está al alcance de una mano. Donde solo hace falta soñar muy fuerte para conseguir que tus deseos bajen de la luna, vuelen sobre el mar y se conviertan en realidad.

            Cuando el niño lleva un momento sin hablar, Moussa entiende que se ha dormido, pero al levantarse comprueba que sus ojos siguen abiertos como los faros de un automóvil desgarrando la oscuridad de una carretera aislada:

- ¿Por qué somos pobres, papa?

            El padre sonríe con la única sonrisa que conoce: la ancha y sincera que enamoró a Mariama y que la sigue robando el aire. Se sienta en la cama que cruje con su peso y le acaricia el pelo corto y crespo:

- No somos pobres, mi rey. Yo me siento rico. La pobreza o riqueza son palabras sin sentido. Son adjetivos que necesitan algo con lo que compararse. Es como decir mejor o peor. Tú eres mejor, pero mejor que Iván o que Messi.
- ¡Noooo! Que Messi, no.

            El Padre se ríe mientras se levanta de la cama:

- Eres muy pequeño, mi rey, pero pronto entenderás que muchos de los que ves en el hotel de papa, paseando por el paseo marítimo, atiborrándose de helados y pasteles en las terrazas son realmente pobres. Porque no saben lo que tienen ni lo que desean, y eso hace que sus necesidades no tengan medida ni fin.

            Y aunque sabe que aquello no deja satisfecho al crio, vuelve a su habitación y se tumba junto a Mariama que se gira en la cama cuando nota su presencia y le rodea con su brazo desnudo y sudoroso:

            - ¿Qué quería el niño?
            - Nada. Sólo quería agua.



Madrid a 30 de Julio de 2018


lunes, 16 de julio de 2018

El olor de las hortensias

           Me había resignado en la creencia de que la amistad era un espejismo idílico de la juventud, y por eso nunca imaginé que volvería a recuperar ese sentimiento no tanto perdido como diluido por los años y las decepciones. Cuando se llega a mi edad se acumula una lista casi interminable de desagravios, desilusiones y traiciones de diferente graduación y una aprende a defenderse de ellos antes de que te puedan afectar.
        Pero en el caso de Pilar ni siquiera me dio tiempo a cubrirme para que no me atropellara el maravilloso viento fresco que portaba, o tal vez nunca quise realmente protegerme de su influjo y su clarividencia porque era precisamente lo que necesitaba. Lo que esperaba sin estar buscando.
           Porque como sucede con el amor, nuestra relación nació cuando menos lo esperábamos ambas, cuando las corazas habían tenido años para forjarse a fuego lento en un caldo de sabia rutina que nos había conferido un conocimiento del mundo sólo al alcance de los ancianos que han querido mantener los oídos y ojos abiertos a un mundo cambiante que les ha ido relegando a un papel secundario.
          Nos conocimos en una clase de iniciación a la escritura en el centro cultural. Había ido pasando durante el último año y medio por varios cursos y talleres con diferente éxito. Especialmente nefasto fue el de historia del arte que me aburrió profundamente, tal vez porque empezaron con el arte asirio y babilónico que estaba ciertamente alejado de lo que yo esperaba. Pero también había acudido a cursos de música sacra, de canto coral, de historia de España, a talleres de acuarela e incluso de patchwork. Esta era la última oportunidad que me daba, alentada por mis hijos y mi marido Juan Antonio que insistían en mantenerme activa y ocupada. Además, siempre había corrido por mi espalda el gusanillo de dejar algo escrito que pudiera ser leído por mis nietos, para que un día tuvieran un recuerdo no sólo etéreo de su abuela María.
           El primer día nos sentaron en círculo en sillas de pala: siete mujeres y un hombre dispuestos a desnudar nuestros sentimientos y vencer el ridículo de expresar con palabras lo que nos atenazaba el corazón. Para mí ese era el mayor miedo: exponerme públicamente, algo que no había hecho ni una sola vez en toda mi vida. Siempre había tenido a mis padres y más tarde a Juan Antonio para que miraran por mí, orientaran mi toma de decisiones y me señalaran el camino más adecuado en cada peldaño de mi vida, con lo que casi nunca había tenido ni la necesidad ni el arrojo de sacar a flote mi carácter de mujer independiente. Porque no lo era. Me casé muy joven y seguí a pies juntillas el guion que había sido establecido por la sociedad arcaica: casa, hijos, crianza, hipoteca, colegios, vacaciones en La Manga, menopausia, soledad, hastío, añoranza.
            Nuestra primera tarea fue confeccionar un relato corto y bucólico en el que deberíamos describir nuestro lugar preferido, el que evocábamos cuando cerrábamos los ojos y dejábamos correr los más dulces recuerdos. El trabajo sería presentado por turnos al resto de alumnos en la siguiente sesión.
Pasé toda la semana en un auténtico sin vivir, deambulando sonámbula por la casa y por los pasillos del supermercado tras la pista de una imagen que representara los mejores momentos vividos, armada con una pequeña libreta y un bolígrafo que durante esos días siempre me acompañaban por si afloraba entre tanta confusión una idea superlativa. El sábado, dos días antes de la fecha de entrega, me decidí por un jardín de mi niñez, cuando veraneaba con mis padres en un diminuto pueblo de Cantabria. Recuerdo sobre todo la frescura que le proporcionaba una vegetación desmesurada, el poyo corrido donde se sentaba a tejer una anciana sin nombre y con pañuelo, la mesa sacada al patio donde mis padres y sus amigos hacían todas las comidas del día y que no tenían horarios ni fin y se confundían las unas con las otras, el sabor de la quesada, dos niñas de largas trenzas de mi misma edad con nombres contrapuestos y mejillas sonrosadas, el remedio contra las ortigas y un olor intenso que penetraba en la nariz y te embriagaba.
Describí todo como mejor sabía, dejando la impronta de mi inocencia literaria, tratando de ganarme a la audiencia con frases prosopopéyicas y palabras rebuscadas, fingiendo un dominio de la lengua que sobreentendía en el resto de compañeras de clase. Me llevó todo el domingo confeccionar un texto de dos caras con mi letra abigarrada de hormiga religiosa. Y al anochecer, orgullosa de mi obra, la di por finalizada tras diez repasos con un punto final contundente que casi traspasa el papel. Aunque la inseguridad me impidió leérselo a Juan Antonio quien, por aquel entonces, empezaba a dar síntomas de preocupación ante mi ensimismamiento.
            El lunes a las diez de la mañana me presenté con mi carpeta colegial y el corazón palpitante en el aula asignada, donde supimos que el único miembro de sexo masculino había desertado de las clases. Tras la lectura de varios relatos que, para ser sincera, no tenían un nivel superior al mío, llegó mi turno. Con la voz al principio temblorosa empecé a desgranar aquella imagen congelada en el tiempo, los sentimientos pueriles de una niña que aún no había aprendido el tamaño inabarcable del océano. Hablé del zumbido de los insectos sobre las plantas asfixiantes, de los juegos interminables en laderas tapizadas de hierba, de la humedad que se filtraba entre las paredes y los poros de la piel, del abrigo pegajoso de la chaqueta al atardecer, de la perezosa felicidad cuando cantaba el gallo de madrugada, de las manos arrugadas de mi madre, del sabor de la leche cruda y del olor de las hortensias.
No pude verla porque estaba completamente concentrada en la lectura, pero seguramente en ese momento Pilar me taladró con su mirada dura y cargada de verdad.
            Al finalizar la lectura doblé la cuartilla, levanté la vista y escuché arrobada los ligeros aplausos de mis compañeras, de la querencia perezosa de los espectadores de un torneo de golf.
            Fue entonces cuando Pilar alzó la mano extendida sin levantar la mirada. Luego sí. Cuando la profesora le dio la palabra, la fijó descaradamente en mí y, con una rotundidad que aún resuena en mis oídos, escuché su sentencia incuestionable:
            – Las hortensias no tienen olor.
            No puedo expresar el nivel de humillación que aquella frase me produjo. Me había parecido adecuado incluir dicha flor en el retrato del jardín porque abundaban en mi ensoñación y permitirían visualizar aquel patio de mi infancia. Pero lo del olor había sido una libertad que en su momento me pareció evidente ¿qué flor no tiene olor? Pues eso, la hortensia. Un poco avergonzada me arrellané en mi asiento tratando de desaparecer. Así escuché el resto de intervenciones, la de Pilar incluida: un recorrido entre negrales y encinas junto a un rio sediento de Castilla.
            Cuando se acabó la clase, traté de ganar la puerta de salida en primer lugar para no tener que enfrentarme a mis compañeras en el pasillo, pero una mano me tocó el hombro y me obligó a girarme:
            – Espero que no te haya molestado que te corrigiera. No quería ser impertinente ni hacerte sentir violenta -me dijo Pilar con dulzura.
            – No, si da igual -contesté.
            – ¿Me dejas invitarte a un café para compensarlo?
            Yo estaba en un momento de mi vida en el que todo lo que me rodeaba me parecía repetido y tedioso. Ella había hecho un pacto insatisfactorio con la soledad que la hacía sentirse desgraciada. Ambas nos encontramos en ese espacio intermedio en el que consigues sin preverlo algo que creías agotado para siempre: la capacidad de sorprenderte.
            Desde esa mañana entre trenzas esponjosas y descafeinados, me encandiló la forma de contar las cosas sin ambages de Pilar, de abrirme su corazón y el álbum de sus recuerdos. Nunca se guardó ni me ocultó nada, como si hubiera decidido confesar todas sus debilidades y virtudes sin un filtro mitigante. Como si condujera un coche sin freno de mano ni luces de cruce ni retrovisor.
Con nuestros amigos, los míos y de Juan Antonio quiero decir, muchos de ellos de hacía más de cuarenta años, ya no pasábamos de las fórmulas manidas de compromiso y de las conversaciones gastadas sobre hijos, nietos y conocidos comunes que no nos importaban en realidad. Hasta habíamos desterrado temas conflictivos como la política o el futbol en nuestras conversaciones para evitar enganchadas innecesarias. Ni siquiera entre vecinas y amigas del barrio que había ido acumulando por la cotidianidad y frecuencia de nuestros encuentros, habíamos llegado a un mínimo de intimidad. Apenas charlas innecesarias, obvias: bueno, pues ya es viernes; parece que va a llover; si es que cuando en marzo mayea en mayo marcea; al menos los días son cada vez más largos; por cierto, cómo está tu marido; es que hay que ver cómo está la cosa. Aunque la cosa pudiera tener decenas de significados diferentes dependiendo de la persona y los días siempre tuvieran la misma duración empecinada.
            Durante nuestras interminables caminatas por el paseo marítimo, cuando el sol liviano de mediodía desdecía el calendario, me hablaba con honestidad de un hijo que marchó a Alemania para nunca volver, pese a saber que, cuando cerró la puerta de la casa familiar, ella se quedaba dentro irremisiblemente sola. También me contó que se había divorciado ya mayor de su marido, cuando dejaron de compensarle las salidas de tono injustificadas, la falta de comunicación y la soledad compartida. La misma noche de bodas, le había advertido que ella no iba ser una vieja estúpida amarrada a un hombre al que no amaba, y cumplió con sus amenazas cuando cogió la puerta y se largó, sin otro hombre que hubiera ocupado su corazón y sin más justificación que la necesidad de beber los últimos sorbos de una vida demasiado corta como para hacerla feliz.
            Recuerdo el día que me contó que había tenido cáncer de mama cuatro años antes y que la habían realizado una mastectomía total. Fue sentadas en la terraza del Restaurante Mediterráneo, un espacio techado sobre la arena de la playa con vistas al espigón y al faro, donde te salpicaban la sal y las olas indecisas. Seguramente los mejores momentos los vivimos allí. Ella se había aficionado recientemente al gin-tonic, aunque hasta tres años antes no había probado ni una sola gota de alcohol, y yo la acompañaba con mis copitas de vino blanco helado que lloraban inconsolables al contacto con la brisa marina.
Me lo contó con la misma soberbia naturalidad de siempre, como quien dice que ha ido al podólogo o que se ha acabado el jabón de manos del baño. Nadie se había enterado de su enfermedad ni de su operación. Solo una hermana que vivía en Zaragoza y que pasó en su casa ayudándola un par de fines de semana repartidos en dos meses. Ni su hijo ni su exmarido lo supieron nunca. Decía que si la hubieran llamado alguna vez se lo habría dicho, pero que su relación había entrado en ese punto de no retorno en el que ninguno se necesitaba para continuar apaciblemente con sus vidas. Su marido tenía nueva pareja y su hijo era un extraño al que nunca supo inculcar el afecto por la familia. Me dio coraje no haberla conocido por aquel entonces para poder acompañarla en ese trance.
            Nuestra amistad nos rejuveneció a ambas, nos colmó el corazón de ansiedad por vernos, de ilusión por encontramos. Discutíamos de literatura, de religión, de acontecimientos de la historia, de política, de paisajes que habíamos recorrido, de personajes de actualidad, por primera vez sin querer tener razón y entendiendo los planteamientos opuestos. Sin permitirnos prejuzgar opiniones diferentes a las que habíamos ido escribiendo en nuestro recorrido individual. Y todo ello nos llenaba de un renacido interés por materias que habían pasado frente a nuestros ojos sin que les prestáramos atención. Leíamos con avidez, escuchábamos música iconoclasta, atesorábamos recuerdos, anécdotas, veíamos películas y series clásicas. Todo ello para poder compartirlo con la otra. Porque después de mucho tiempo, habíamos encontrado al fin alguien que nos volviera a escuchar.
            Vivimos durante seis meses un idilio inesperado sin sexo, la desazón de la separación que ataca a los amantes adolescentes, la necesidad imperiosa de llamarnos para decirnos buenos días, que tengas buena semana, tengo ganas de verte. Y pasar las tardes sonriendo recordando un chiste o una historia que nos hizo partirnos de risa, llorar de felicidad hasta que nos faltaba el aire de los pulmones; volver a acicalarse, a preocuparse por el aspecto físico antes de una cita; desmenuzar las horas en busca de los instantes que antes pasaban desapercibidos y entonces tenían una trascendencia increíble, como si nuestra amistad nos hubiera abierto ventanas en el corazón. Experimentábamos el arrogante gozo de ser importantes para alguien. Más incluso: ser imprescindibles.
            Tal vez fuera por la esperanza de encontrar un alma gemela, por la ráfaga de novedad que barrió nuestro salón, por el egoísmo insaciable de sentirnos comprendidas, pero aquella relación rellenó de afecto todos los huecos que antes habían sido horadados por la costumbre y la edad.
            Por esa razón fue tan devastadora la noticia de que el cáncer se había reproducido y extendido a los pulmones. Mi amiga, la única persona que me importaba en esos momentos, me lo contó en la misma terraza colgada sobre el mar, seria pero serena. Además, me comunicó su decisión definitiva y meditada de no tratarse. No estaba dispuesta a someterse nuevamente a pruebas, tratamientos y efectos secundarios para acabar en el mismo lugar, pero después de un sufrimiento innecesario. Yo, como quien se siente abandonada por un amor de juventud, traté de convencerla. La rogué que recapacitara, le expliqué que ahora no estaba sola, que yo siempre estaría a su lado, cuando y donde fuera, que la vida seguía siendo útil y hermosa. Ahora más que nunca. Pero Pilar no tenía ni ánimos ni necesidad de luchar.
            Quiso, eso sí, hacer un último viaje conmigo. Me pidió que la llevara a ese jardín del norte donde fui tan feliz en mi infancia y donde hasta las hortensias tenían olor.



            Pasamos cuatro días maravillosos, impregnadas de naturaleza y conversaciones a media voz, como si temiéramos que alguien nos escuchara. Paseábamos por los prados verdes y negros hasta que Pilar se sentía cansada y nos sentábamos sobre un muro de piedras a respirar ese aire tan puro, con los ojos cerrados y la frente elevada, esperando que ese olor a nada se grabara en nuestro cerebro para siempre. Por las noches cenábamos en el jardín y nos quedábamos recopilando recuerdos tapadas con una manta, indiferentes al punzante dolor de rodillas y de manos y corazón. Pero cuando volvíamos en tren a nuestra ciudad, atravesando de punta a punta el país, me dijo circunspecta que le parecía que hacía veinte minutos que habíamos emprendido el viaje en sentido contrario:
            – Lo mejor de saber que te mueres -me dijo- es que tienes poco tiempo para arrepentirte.
            La enfermedad debía estar mucho más avanzada de lo que yo pensaba porque Pilar murió dos meses después. Se había ido deteriorando a gran velocidad en las últimas dos semanas y había dejado de comer y beber.
           Junto a la cama donde murió solo estaba yo, sujetándole la mano y sacándola una sonrisa por última vez. No se fue asustada ni triste. Únicamente resignada. Todo lo que había hecho le pareció lógico en su momento, aunque las consecuencias no hubieran sido las esperadas. Solo lamentaba haberme conocido tan tarde. Me pidió que no le dijera nada a su marido y a su hijo. Prefería fantasear con su cara de indignación y sorpresa cuando descubrieran que se había muerto hacía meses sin que ellos lo supieran. A lo mejor era la forma que tenía de vengarse de su abandono durante años.
           A mí me dejó un vacío inexplicable en el alma, mucho más profundo y doloroso que antes de conocerla, como si tuviera un ovillo de pena en el centro del pecho que no me dejaba tragar. Durante un tiempo me enroqué en la idea estúpida de no volver a querer a nadie que se pudiera morir, como el Duque de Gandía. Caí en una honda depresión que me hizo despreciar todo lo que poseía y a todos los que me rodeaban. Pasaba el día sollozando y sin fuerza, incapaz de hablar. Sólo quería morirme bajo las sábanas como Pilar, atormentándome con la fortaleza que ella tuvo y a mí me faltaba para dar el siguiente paso.
           Fue entonces cuando recordé una de sus últimas frases, una de tantas sentencias que me dejaban sin respuesta ni argumentos. Una de esas tardes, con el dolor recorriéndole la espalda y el sudor perlando su frente, me dijo que la vida es como un buen libro: no vale de nada si no tienes con quien compartirlo.
           Será por eso que empecé a escribir este relato, buscando las palabras adecuadas que a ella le brotaban del alma sin pretenderlo. Porque necesitaba hablar de mi amiga. Para nunca olvidarla. Para recordar el tono seguro de su voz y sus dedos afilados, su sinceridad desbordante y su risa tremenda; ese venga va, ese míranos. Estos párrafos son mi forma de recordar ese afecto tan intenso como efímero, tan bello como impetuoso, igual que los fuegos artificiales, cuyo reflejo permanece en el cielo mucho tiempo después de que el sonido se haya extinguido.


viernes, 1 de septiembre de 2017

Yo te veo, tú me ves

Yo te veo, tú me ves, repetido como un mantra desde que Gloria empezó a andar, como la verbalización de sus miedos profundos y de sus temores. Yo te veo, tú me ves, la exigencia de no alejarse más allá de donde alcanzan sus campos visuales, donde no está segura ni puede auxiliarla. Yo te veo, tú me ves, porque la congoja angustiosa que florece en el pecho, en la parte posterior de nariz, sólo de pensar en perder a su niña, le ha hecho adoptarla como una frase que la identifica, una norma familiar impuesta que hay que cumplir sí o sí, sin preguntarse la razón ni contravenir la autoridad, una regla de supervivencia del mismo grado que no te subas a la ventana o no abras el frigorífico descalza

Ciertamente el hecho de que Gloria hubiera sido una niña tan deseada, tan esperada y tan buscada, añadía una dosis más de intranquilidad. Uno no trata con frivolidad un diamante inigualable o especial que ha buscado por medio mundo, por el que ha sacrificado sueños y fortunas. Lo guarda en una caja fuerte, debajo de la almohada, donde pueda verlo siempre que quiera y dar la vida por defenderlo. Gloria, era ese diamante rosado, única en todos los sentidos.

Tampoco ayudaba a atenuar el miedo el triste convencimiento de que con ella se cerraba el círculo de la familia nuclear, salvo la posible incorporación futura de alguna mascota pasajera. Había nacido gracias a los carísimos tratamientos de fertilidad y fecundidad que sus madres, Marta y Rocío, se habían podido costear y al semen de un donante anónimo. Durante casi tres años estuvieron viviendo casi a caballo entre Madrid y Valencia, en extenuantes viajes relámpago y silenciosas noches de hotel en vela, repasando las sugerencias/críticas de amigos y familiares que no entendían cómo se metían en aquel jardín complicándose aún más la vida, analizando los pros y contras de lo que se les venía encima; pero sobre todo construyendo deseos por cumplir, planificando realidades oníricas con un bebe de ambas, imaginando juegos y viajes y voces de júbilo en la estancia ya preparada para la criatura, en su casa moderna y práctica diseñada para dos. Se pasaban las horas muertas imaginando un hogar, organizando el nido para la llegada de su exigua prole, acondicionando las habitaciones y los muebles, plantando protectores de plástico en los picos de las mesas y en los enchufes, colocando topes de gomaespuma en las puertas para que no cerrasen del todo, eliminando de la vista y sobre todo del alcance de la niña cualquier producto o elemento que pudiera dañarla.

Bien es cierto que, a la hora de la verdad, Marta fue la que más se implicó en esta tarea profiláctica, la que devoraba páginas de internet tratando de anticiparse a las enfermedades y accidentes domésticos, y la que sobrevoló vigilante sobre las noches de Gloria como un ángel de la guarda que protegía las cuatro esquinitas de su cama. También fue la que la llevó en su vientre durante nueve meses. Rocío, su pareja, nunca podría comprenderlo, jamás llegaría a entender el vínculo y la conexión que se habían creado entre ellas debido a esta circunstancia: el latido compartido, los fluidos pasando de una a otra como vasos comunicantes, la extraña sensación de seguridad que proporcionaba y recibía, las mudas caricias que su hija le brindó.

Yo te veo, tú me ves. Hoy no se lo dice cuando la ve marcharse en dirección a otros niños que juegan en la plaza abierta, con la resolución de las decisiones tomadas sin pensar, porque cree que lo tiene absolutamente interiorizado y sabe que no debe alejarse demasiado. Mientras Rocío empieza a contar a los amigos reunidos en torno a la mesa una anécdota de su reciente viaje a Varsovia, una chorrada sobre las calidades de los hoteles de los países del este y gobernantas desafiantes, Marta mira con cierto orgullo los andares seguros de Gloria, paseando por la amplia plaza cercada por casas bajas, plantando los pies con rotundidad en la acera, sin reminiscencias del bamboleo impúber ni de los pies pesados, y recorre la infinidad de pequeñas acciones con las que ha llenado la infancia de su hija para que llegue este momento, para que sea capaz de decidir ir a un sitio y hacerlo. Piensa en las horas perdidas enseñándola a comer, sentada en la trona al principio y en la silla de cocina con el alza después, los juegos dulces en la cama para que levantara primero la cabeza y más tarde empezara a rodar sobre sí misma, las carreras a gatas por el pasillo, los valientes tanteos de su propia autonomía agarrada a los muebles del salón, pasito a pasito, pasazo a pasazo. Rememora con queda satisfacción los balbuceos, las primeras palabras entremezcladas en un idioma primigenio que le mueve a una nostalgia divertida, los ojos atentos y curiosos recorriendo las páginas de sus cuentos infantiles, plagados de colores chillones y superficies de diferentes texturas. Cuanto esfuerzo tan gratificante, cuanta recompensa en logros tan nimios, en gestos tan cotidianos que creemos que siempre estuvieron allí.

Los amigos preguntan a Marta sobre su próximo libro y ella se reposiciona en la silla de la terraza del bar, cubierta por una marquesina que le proporciona una sombra placentera en ese verano tórrido incluso en la Sierra Pobre, y empieza un discurso encendido sobre aquellas profesiones de las que apenas se puede vivir pese a la creencia generalizada. El periodismo y la literatura están para ella en lo más alto del ranking. Es agradable estar allí, tomando unas cervezas refrescantes, disfrutando de la presencia de amigos que se extraña de no ver más a menudo, despreocupada, inmersa en la ignorancia culpable de que, aunque no lo sepa, a esas alturas todo ha cambiado para siempre.

Cuando vuelve la vista a la plaza, segura de encontrar a Gloria mirando cómo los niños juegan al fútbol o las niñas saltar a la comba, no la distingue en un rápido vistazo. Estira la espalda y eleva el mentón como si fuera un perro de caza venteando una liebre, tratando de vislumbrar el vestido de flores violetas de Gloria, su trenza rubia de raíz, su cara redonda de muñeca pepona. Pero no ve nada de eso.

En un primer momento no quiere llamar la atención, montar un numerito de madre histérica y sobreprotectora. Ya Rocío se lo ha echado en cara en alguna ocasión. La más reciente en el patio del colegio hacía apenas un par de meses. Era mayo y a Gloria le encantaba quedarse jugando después de clase durante un rato. Marta y Gloria aprovechaban para cambiar impresiones con otras madres sobre profesores y planes de estudio, y para conocer de cerca a los compañeros de clase y juegos de su hija. En el extenso patio de cemento, con sus campos de baloncesto de aros desnudos y sus porterías blanquirojas, se producía un alboroto estupendo de niños de diferentes cursos, todos, incluidos los pequeños de infantil entre los que se encontraba Gloria, con el mismo uniforme de camiseta blanca y pantalones de deportes verde oliva.

Yo te veo, tú me ves, le había dicho Marta como casi todas las tardes a su hija. Sin embargo, tras un rato jugando con sus amigas cerca del grupo de madres que chismorreaban sobre el profesor de música, la perdió de vista. No se preocupó en exceso hasta que volvió a ver a las niñas con las que antes estaba Gloria, pero sin que esta las acompañara. Se acercó y las preguntó por su hija, agachándose un poco para ponerse a su altura y empleando el tono absurdamente condescendiente con que se habla a los niños y a los perros. Cuando las niñas le dijeron que no sabían donde estaba, empezó a pasear por el patio con el radar a máxima potencia tratando de localizar a su niña. Pero era una tarea estéril: cientos de niños corrían, saltaban, se desplazaban en movimiento continuo sin pausa, gritaban enfebrecidos, reían sonoramente, todos vestidos iguales, jugando entre grupos de padres tranquilos y confiados. Llamó a Rocío y entre las dos prosiguieron la búsqueda. Rocío la trataba de tranquilizar, especulando que estaría con otro grupo de niños: le habrá llamado la atención otro juego, ya sabes lo curiosa que es, que es muy observadora y se queda atontada viendo jugar a otros. 
- No seas histérica, cielo. Te lo pido por favor -había añadido- ¿Adónde va a ir? Ya nos buscará ¿acaso ves al resto de padres preocupados o montando un numerito?

Pero a ella le traían sin cuidado el resto de padres. Le traía sin cuidado Rocío si no era capaz de entender su desazón. Tras no encontrarla en ninguna parte, tras preguntar sin hallar respuesta, fue a secretaría y rogó que la llamaran por megafonía. La secretaria, servicial y educada, sin un rastro de nerviosismo, no puso problemas y al momento la escuchó llamando a Gloria con su voz nasal. Al minuto aparecieron Gloria y dos amigas de su estatura en la puerta principal que daba acceso a los despachos y servicios centrales, divertidas por aquel nuevo juego que se había inventado Marta, por la novedad de ser especial y de que la llamaran por megafonía y todo el patio le viera desfilar hacia secretaría. Marta primero la regañó con grandes aspavientos, agitando las dos manos extendidas para remarcar su enojo, para después arrodillarse y darle un sonoro beso en la mejilla y un abrazo que a Rocío le parecieron patéticamente teatrales. Yo te veo, tú me ves ¿no te lo digo siempre? No te vuelvas a ir sin decírmelo, sin que te pueda ver. Me he asustado mucho, cariño. 

Rocío, más tarde, se lo recriminó con dureza, alegando que la estaba convirtiendo en una miedica dependiente, que a este paso nunca maduraría, que necesitaba dejarla un poco a su aire para que se hiciera más fuerte e independiente. 

Y tal vez por eso espera un poco para ver si aparece detrás de alguna farola, viniendo de alguna de las calles que desembocan en la plaza, entre los niños que empiezan a retirarse para ir a comer a casa. Pero no lo hace. 

Se levanta con el mismo gesto ceñudo, escrutador, y le pregunta a Rocío si puede ver a Gloria. Uno de los amigos cree que la ha visto entrar en el callejón que va a parar a la parte trasera de la muralla que se eleva sobre el río y ella sale disparada pero con un fingido paso tranquilo, tratando de ocultar el temor que empieza a fraguarse en su pecho. 

- Esta niña es tonta -le oyen decir, apenas un susurro, antes de desaparecer en dirección a la muralla.

Atraviesa el arco que da acceso a la explanada del castillo, en permanente proceso de restauración, a los pies de la muralla original de mampostería y de la que sale la calle empedrada que muere en el paseo, únicamente separado del río por un pretil bajo de piedra. Barre todo el espacio, pero sólo distingue turistas fotografiándose con el monumento y grupos de muchachos hablando a voz en grito. Un viandante perezoso, ensimismado en sus pensamientos, una mujer llevando pesarosa la compra en ambas manos. Pregunta súbitamente a cualquiera, alguien sin cara ni cuerpo, si ha visto a una niña con las características físicas de Gloria, de su pequeña, y la negativa del rostro sorprendido le hace tanto daño que siente que se le doblan las rodillas, que una quemazón le hiere los muslos. Corre ahora sin vergüenza ni descanso hasta el paseo de la ribera del río y se apoya en el pretil, demasiado alto para que la niña se asome y caiga, calcula con una nota de alivio. Mira a ambos lados, a las escaleras que suben a un mirador y al camino adoquinado por el que viene andando una familia. Se acerca a la mujer, la que debe ser la matriarca, y le pregunta si se han cruzado con Gloria, con una niña pequeña con un vestido de flores moradas. Con la pesadumbre grabada en el rostro, la desconocida mira a su alrededor y niega, compadeciéndola con una solidaridad nacida de los miedos compartidos, agarrando con más fuerza la mano de un niño de la edad aproximada de Gloria, aliviada y agradecida de que no sea su hijo el que se ha perdido.

Marta vuelve a la plaza de la muralla y los andamios colgados, sin aliento de haber subido la cuesta a la carrera, con la angustia que ya se ha apoderado de cada célula de su cuerpo sin dejarla pensar con claridad ni ponerse en la piel de una niña de cinco años recién cumplidos. Cuervos nefastos, nubes cargadas de pesar y dolor oscurecen su mente ansiosa, igual que las golondrinas sobrevuelan su cabeza dibujando círculos alrededor del castillo a una velocidad vertiginosa ¿cómo no ponerse en lo peor? ¿cómo no recordar las noticias de la televisión, las llamadas de la policía, las charlas con amigos y conocidas del colegio? Las historias, los rumores, las leyendas urbanas invaden su corazón, relatos que hablan de niños secuestrados para arrancarles unos órganos que luego serán vendidos al mejor postor, películas con un trasfondo verídico en las que niñas son raptadas para ser instruidas y condenadas a ejercer la prostitución, a saciar las enfermizas pulsiones de pedófilos impíos, artículos que desmenuzan rutas de niños desaparecidos para cualquier deleznable fin, cuanto más blancos y occidentales mejor, porque, ya se sabe, son mucho más preciados y valorados. 

Aunque no quiere, no puede evitar visualizar la escena, su hijita encerrada en un maletero, drogada e indefensa. O peor aun, siendo plenamente consciente de que la separan de ella, de su madre, de su seguridad, con las manos atadas, llorando aterrada, temblando de miedo y orinándose encima, asistiendo sin saberlo a sus últimos momentos de infancia y humanidad, siendo arrebatada de sus brazos protectores y de un mundo luminoso que no quiere creer que estas cosas existen. 

La imagen le sala el corazón y un ligero mareo le obliga a acuclillarse. Quiere tirarse al suelo a llorar, pellizcarse inmisericorde los antebrazos para despertar de esa pesadilla y volver a la terraza donde hablaba con sus amigos de literatura y capitalismo antes de perder de vista a Gloria, cuando pensaba que nada malo podía ocurrir, cuando su vida era perfecta junto a su familia y no había estallado contra la testaruda realidad que le recuerda que la felicidad es una sensación de perfección imaginaria que nuestra mente utiliza para engañarnos. 

Saca fuerzas de una esquina del estómago para ponerse de nuevo en pie y empezar a andar tambaleante hacia la plaza principal del pueblo donde ha perdido a su hija. Pasa trotando por debajo del arco. Si ha de desmayarse que sea corriendo, buscando a su niña, a la flor de sus ojos, a su regalo del cielo. Pasa por su mente veloz la idea de que a lo mejor ha vuelto a la plaza, junto a Rocío, y ella se está preocupando sin razón. La otra parte del cerebro le niega la mayor. Si fuera así, Rocío la habría llamado al móvil. Y efectivamente, cuando desemboca sudorosa nuevamente en la explanada, con sus farolas de forja discretamente ornamentadas, con sus bancos de piedra y sus restaurantes, donde el olor a encina quemada y asado flota incorporándose a la esencia del lugar, donde apenas quedan niños y el sol golpea inclemente a los turistas, Rocío y sus amigos, sin rastro de Gloria, se acercan a ella con el rostro demudado, pálidos.

- ¿Nada? -preguntan sabiendo la respuesta. 

La presencia de su pareja y sus amigos multiplica sus ganas de llorar. Rocío invoca a fuerzas supremas, ay Dios mío, con la mano en la boca, girando la cabeza maquinalmente, los ojos dos rayas casi invisibles producto de una mueca parecida al llanto. Toma el móvil que lleva en la mano y anuncia que va a llamar a emergencias, resolutiva y directa como es ella, esos rasgos tan firmes que a Marta le resultan irresistibles. Con el móvil pegado a la oreja empieza a andar sin rumbo, hasta que vislumbra a una pareja de la policía municipal bajando por la calle principal y se lanza a la carrera en su dirección.

Como planeado en una opereta de enredo, una mujer mayor, sonriente y con pasos cortos y resueltos, aparece en la plaza por una de las calles laterales, más estrecha y oscura que el resto. Viste una indumentaria impropia de la estación: jersey de lana, gabardina oscura y medias gruesas que le confieren un aspecto inquietante. En su mano derecha arrastra un perrucho pequeño y despeluchado, de color gris y marrón deslucido, con un flequillo que se agita gracioso sobre sus ojos brillantes a cada minúsculo paso que da. 

Marta, con la agilidad de un avezado jugador de mus que intuye un guiño o un movimiento en la boca de su rival de la izquierda, distingue un vestido de flores violetas a su lado. La mano blanca y chiquita de Gloria agarra con devoción la izquierda de la mujer, y su mirada limpia y juguetona corre junto al chucho mientras intercambia unas palabras inaudibles con la dueña. Su madre sale corriendo, le grita a Rocío, sólo un berrido primitivo y desgarrado que hace girarse a su pareja e interrumpir su camino hacia los policías que observan ahora la escena con interés. 

Si hubiera sido una película taquillera de final predecible, Marta se habría arrodillado junto a su hija y la habría colmado de besos y abrazos. No le separarían de ella ni con una palanca de acero. Si hubiera hecho caso de los artículos escritos por psicólogas infantiles, educadores concienzudos y padres sabelotodos que le mandaba Rocío por email, se habría puesto a su altura, al nivel de sus ojos y, fríamente, sin perder los papeles, le habría hablado con un tono de voz suave y comprensivo de las posibles consecuencias de alejarse sin avisar a un mayor, de los peligros que acechan en cada rincón de este mundo echado a perder. 

Pero Marta no hace ni una cosa ni la otra. Toma la opción más impulsiva e irracional, el camino que le señalan las entrañas con un letrero rojo luminoso. Prende la mano libre de su hija y la aparta de la señora de la gabardina que empieza a ensayar una salutación que no escucha. Cuando están un par de metros separadas de ella, dándole ahora la espalda, descarga un fuerte azote con la mano abierta que impacta entre el glúteo y la pierna izquierda de su hija:

- ¿Dónde estabas? ¿Se puede saber donde estabas? ¡Cuántas veces te he dicho que no te separes de mí! ¡Yo te veo, tú me ves! ¡Te lo he repetido un millón de veces! ¿tú me veías?

Gloria se acaricia el lugar donde el azote le ha mordido la piel y la tímida sonrisa que regalaba a la mujer de la gabardina se transforma en un visible mohín de tristeza. Aun así, Marta no puede parar. El dolor que ha sentido hace un minuto, la desazón inexplicable que le invadía los pulmones como un humo nocivo que le impedía respirar, la tensión inhumana ante la expectativa de la mayor de las tragedias, de una vida, la de su hija, perdida, y otra, la suya, destrozada sin remisión, le impiden encauzar su nerviosismo de otra forma que cargando contra Gloria:

- ¡Que me digas donde estabas, en qué estabas pensando! ¡Cómo se te ocurre irte sin más! –Insiste sin reparar en las lágrimas culpables de la niña y en el miedo que le impide hablar- ¡que me lo digas!
-Bueno, ya está bien ¿no crees? –dice Rocío que ha llegado hasta su posición.
-No, no está –insiste Marta.

Mira a Rocío con un odio que nunca había expresado con palabras, un gesto que lleva la impronta de la soledad en el cuidado de su hija, de las noches en vela no compartidas, de las preocupaciones relegadas. Vuelve la vista a su hija a la que le escurren enormes lagrimones por su redondeada mejilla y escucha, como en un sueño, la voz zarrapastrosa de la mujer contando a Rocío, a la cabal y cerebral Rocío, que la niña ha seguido a su perro y se ha entretenido jugando un par de minutos en el portal de su casa. Cuando le ha preguntado donde estaba su madre, Gloria le ha contestado que no sabía, que sentada en una terraza de una plaza con unas farolas muy bonitas y un restaurante con una oveja dibujada en un cartel. Marta es capaz, aun inmersa en su obstinado enojo, de sentirse orgullosa de la sagacidad de su hija, de la profusión de detalles que ha captado la niña. Pero eso no minimiza un enfado cerril y silencioso que trata de demostrar durante el trayecto de vuelta a casa, sin decir una sola palabra, disgustada con Gloria y su negligencia infantil pero también con la actitud sosegada de Rocío, de manual, tan insensible, tan impersonal en la ausencia de emociones, de arrebatos de celos o de rabia, juzgándola sin decirlo desde su pedestal inmaculado donde mide cada palabra y cada movimiento.

Ya de noche, en la cama junto a Rocío, no puede dormir. Da vueltas buscando una posición que espante los fantasmas que han rondado su cabeza y que diluya el sabor agrio que le ha dejado en la garganta su regañina a Gloria y la posterior discusión con Rocío. Le ha echado en cara la inaceptable reacción con su hija, su brusquedad, el azote, la ira. Pero ella no ha entrado en una espiral de excusas, justificando sus actos como una manera de evitar daños futuros. Al contrario, ha aprovechado la disputa para criticar su dejación ensayada, su comportamiento poco disciplinario que no hace sino reforzar los errores de Gloria:

- Hacerla creer que no pasa nada -ha acabado diciendo-, tratarla como una adulta racional que debe interiorizar las palabras sin marcar unas consecuencias, lo único que va a hacer es empujarla a repetirlo. Y otro día puede que no se encuentre con una mujer jovial y estrambótica, sino con algo peor. Y tú lo sabes bien.

Se han ido a la cama por separado y ahora la nota respirar pesadamente en su orilla, más allá de la frontera invisible e intransitable que han levantado y que las impide tocarse o sentirse. 

Cuando ya es evidente que no va a poder pegar ojo se levanta sudorosa y va al baño. Se sienta en el retrete, aunque no tiene muchas ganas, y se queda unos minutos mirando al infinito, acomodada en los sonidos de la noche. Su temperamento a veces explosivo le hace sentir como un monstruo cuando grita a Gloria o la dice palabras gruesas a sabiendas de que le harán daño. Ni que decir tiene hoy que encima le ha dado un azote. Siente sus lágrimas infantiles como bombas saladas contra su autoestima de madre, como portazos a la creencia de que su vida sin su hija sería la nada. Se siente frustrada y le gustaría decirle que se arrepiente, pero no tanto. Tal vez deslizar frases hechas que su madre ya le decía y entonces no comprendía.

Apaga la luz del baño, del que ha salido sin tirar de la cadena para no despertar a Rocío, y recorre el pasillo de puntillas hasta la habitación de Gloria, donde duerme rodeada de sus juguetes y objetos en miniatura, de los cuentos que le lee mientras cena y antes de acostarse, agarrada a su conejo de orejas desproporcionadas que ganaron en una barraca de feria porque le daba pena verle tan solito con esa cara tan triste. Está tumbada sobre la cama porque el calor estival ha llegado con fuerza y el frío artificial del aire acondicionado ha dejado de hacer efecto en cuanto lo han apagado. Se acuesta a su lado a cámara lenta, despacio, tratando de no pisarla no apretarla demasiado. Entonces le acaricia la mano rendida con la delicadeza de un amante experto, le aparta el pelo pegado por el sudor de la frente y contempla su rostro calmoso a la luz de la luciérnaga que espanta sus pesadillas, con un pálpito de egoísmo maternal, sabedora de tenerla sólo para ella, bajo su ala como un polluelo ciego. 

La niña huele a la madre, los pechos que la alimentaron, la piel cálida sobre la que dormía y trepaba, la fragancia a limón de su pelo y a jabón de sus manos, y se gira hacia ella. Le pone la pierna sobre la cadera y con su bracito derecho le rodea el cuello, y la madre le deja hacer pese al calor animal que desprende la pequeña. Observa la sonrisa satisfecha de Gloria, una sonrisa ancha que nace directamente del reposo sereno, de la cercanía balsámica de la madre. Siempre fue así, cuando no podía dormir o estaba enferma la presencia de su madre le aliviaba, le transmitía confianza y tranquilidad. 

Ya no se siente tan mala madre ni tan desdichada, porque su hija, lo único que de verdad le importa en esta vida, está a salvo. Y además sigue teniendo ese cariñoso instinto de amor incondicional pese al disgusto y la regañina y el azote. No confía en que lo entienda, pero espera que no le guarde rencor

Trabajosamente se levanta cuando la respiración de Gloria se vuelve acompasada y tranquila. Pero cuando está llegando a la puerta lacada en blanco de la habitación, nota el movimiento de la niña en la cama y el sonido de las piernas apartando la sábana que ya está hecha un gurruño a sus pies. Al volver la cabeza, distingue la cara de su hija iluminada. Sus ojos están abiertos a medias, almendrados y vivos, llenos de la clarividencia de los sueños. 

Aún mantiene el gesto feliz cuando, casi en un susurro, sin saber muy bien si sus palabras las trae un hada o un viento tenaz, si está despierta o aun dormida, le dice a su madre, como si hablara de su alma o de su corazón: Yo te veo, tú me ves.


Madrid, 30 de Agosto de 2017










miércoles, 19 de julio de 2017

Catálogo de la envidia


1.
          No soportaba la pausada mansedumbre de Juan. Para ser sincero, intrincado en un rinconcito entre los pulmones y el corazón donde somos inmunes a la autocomplacencia y sólo rige la verdad, Darío Azcoitia le odiaba profundamente. Le había llegado a parecer indecente su conformismo corrosivo, su humildad suicida hasta en la muerte.
Se había aficionado hacía años a la novela histórica bien documentada y a las biografías, al recorrido por los éxitos íntimos y las miserias individuales. Empezó con una de Napoleón cuando apenas era un adolescente y le siguió otra antológica sobre Roald Amundsen que le enganchó desde el pasaje donde narraba cómo, siendo aún un niño, dejaba la ventana de su habitación noruega abierta para irse acostumbrando al frío extremo que le acompañaría en sus expediciones. Desde entonces no cribaba en cuanto a profesión, época o nacionalidad sino que tomaba de aquí y de allá las experiencias vividas por esos personajes históricos como el que toma una ciruela al azar entre la pléyade que pende del árbol.
Con una franca mirada retrospectiva no dejaba de resultar lógica esa afición hacia la narración de la vida de otros, habida cuenta de que siempre le importó más lo que hacían, pensaban o conseguían los demás que sus propios logros o pulsiones.
La biografía de Juan, sin embargo, no la escogió al azar sino tras leer un artículo sobre su amigo Pablo. Le atrajo inicialmente la relación mantenida entre ambos pero acabó únicamente interesado en el análisis de la personalidad de Juan, tan esquiva y ciclotímica. Se enfrentó a la humilde aceptación de la muerte ajena con un espasmo de ira, admirando por contra esa estoica resignación de Juan que le hacía verse aún más vil y despreciable. Le indignaba que aparentemente nunca hubiera sentido una ola de envidia feroz hacia su amigo Pablo, el cabrón desalmado de Pablo, con el que compartió proyectos, ideas y sueños y que había disfrutado casi desde el principio de un éxito que a él se le negó. Pero Juan era así: taciturno y leal, enfermo de melancolía y cariño sincero a quien le acogió cuando llegó a esa ciudad impaciente y voraz, tan hostil como aperturista, nutrida de la tristeza bohemia que casaba tan bien con su carácter.
Pablo, el genio, el insensible y despótico Pablo, el insaciable, le abrió por momentos su puerta de par en par (que no su corazón) como el mentor de un perrillo desvalido de una camada imposible, ansioso por aspirar la esencia del éxito, huido de un país que se precipitaba indolente al ocaso. Entendió esa acogida como un gesto de franca confraternización y nunca como la manera que tenía el maestro de elevarse sobre la mediocridad que en el fondo representaba. Porque para crear prefería a George, sus dedos y su mente, su fenomenal duelo del que rebosaba amplificado el talento descomunal de ambos. Noches insomnes en las que sus desconcertantes ojos de mono filipino recorrían el espacio viendo lo que otros sólo soñaban, retazos de realidad distorsionada.
Juan, sin embargo, siempre fue el mequetrefe del vagón de cola, el tercero en discordia que se tuvo que reinventar, pintando ilustraciones al principio y compartiendo exposiciones más tarde para poder ser visto, reconocido. Pero la sombra gigante de Pablo siempre estaba pendiendo sobre su futuro, como los nubarrones de París y el hambre, amenazando con convertirle a los ojos del mundo en una réplica indecente, en un mero obrero carente de imaginación, en un patético imitador de relleno. Y la guerra y la pobreza vinieron de la mano para ensanchar la grieta de su amistad y la añoranza de una tierra donde no volvería a poner un pie. Josette le salvó de sí mismo y de su virulento pesimismo, le dio motivos y razones, y le cogió de la mano hasta el día que murió ahogándose en su sangre pacífica sin haber llegado a ser casi nadie. Pablo llegó a quitarle el protagonismo incluso en su funeral.


¿Acaso era posible que Juan Gris nunca sintiera las punzadas de odio que, regido por una envidia forjada en la intrascendencia, le laceraban el corazón? Darío lo consideraba improbable. Vivir a la sombra de alguien que te niega el sol para germinar es tan duro como reconocer tu propio fracaso. No es que Picasso menospreciara a Juan Gris, es que nunca le tuvo realmente en cuenta. Ni a él ni a su talento, algo consecuente con el carácter antropófago del artista. Su personalidad magnética embriagaba a los que tenía alrededor, sobre todo a las mujeres de su vida, quienes acabaron muriendo a puñados incapaces de soportar un día más la ausencia de Pablo. Pero tenía la misma capacidad para conquistarlas y seducirlas que para humillarlas y despreciarlas, como un sacerdote erigido en deidad de su propia religión. Y no solamente con las mujeres de su vida tuvo esos episodios rabiosos de misoginia mezclada con celos y paranoias enfermizas, como la que le llevó a obligar a una amante a ser la única que le cortara las uñas de los pies y las guardara en bolsas herméticas para que nadie pudiera hacer brujería con ellas. Es célebre la anécdota sobre el robo de la Gioconda en el Louvre en el cual fue implicado su íntimo amigo Apollinaire. El perfil mezquino del artista quedó revelado cuando fue llamado a declarar y confesó, sin una pizca de remordimiento, que no conocía a aquel individuo con el que en verdad había compartido infinidad de tardes y cafés.
Seguramente, de encontrarse en planos opuestos, Picasso no se hubiera comportado de una forma tan afable y conformista como lo hizo el pusilánime Gris. Seguramente habría hecho cualquier cosa por conseguir arrebatarle el prestigio y la fama, esa gloria esquiva y bastarda, aunque hubiera tenido que denigrarle, menospreciarle o injuriarle. Lo que fuera con tal de lograr el objetivo que las tripas le empujaban a alcanzar.
Tras una reflexión detenida y somera, calibrando sus propios comportamientos y haciendo acopio de experiencias, Darío llegó a la conclusión de que, sin el menor género de dudas, estaba mucho más cerca de Picasso que de Juan Gris. Y aun así le seguía removiendo la actitud mansa del artista empobrecido.


2.
No le avergonzaba reconocer que se había movido con más frecuencia de la deseada en un terreno incierto donde los afectos y las amistades variaban dependiendo de las exigencias sociales y profesionales, y que en más de una ocasión se había conducido con una indudable falta de ética. No sólo en el plano laboral, acosando a compañeros y alumnos, sembrando insidias entre los miembros del claustro a fin de obtener rédito, sino también en el personal, donde había dilapidado segundas oportunidades que nunca mereció y amistades de las que se aprovechó.
          Durante mucho tiempo se hartó de repetir el mismo axioma a quien le pedía que se definiera. No dejaba de poseer una enorme carga de vanidad y autoestima mal encaminada el aseverar que el hecho diferencial era ser buena persona. A lo mejor no una excepcional, añadía, pero sí una relativamente buena. Y la gente recibía el mensaje y bajaba la guardia, víctimas de un engaño que querían creer o que no tenían intención de corroborar, ansiosos por encontrar entre la mugre de una sociedad profundamente enferma el rayo de esperanza que significa hallar al menos a una persona buena. Pero las ilusiones se iban desvaneciendo cuando la certeza daba paso a la decepción y más tarde a la cólera.
          Sin duda, muchos factores determinaron su personalidad egoísta de celoso patológico porque desde siempre le costó asimilar las palancas que regían la vida de los demás. O al menos los sentimientos que les alentaban y empujaban, que les motivaban e insuflaban ánimo. Seguramente porque sus motivaciones se basaban en deseos robados, en pasiones reactivas ya vividas por alguien en su entorno y carentes de originalidad. De esa forma, Darío Azcoitia nunca se había saciado en la fuente del amor desbocado sino que había seguido a pies juntillas los pasos de conocidos y amigos en un puñado de relaciones infértiles e insatisfactorias. Todo por no aparecer ante ellos a paso cambiado y poseer los placeres que relataban con sumo detalle. Aquellas mujeres le importaban lo justo para saborear las mieles de sus labios y reproducir unas posturas circenses que luego compartía con sus correligionarios. De igual manera jamás había sentido la tristeza del desamor, únicamente la ilusión lacrimógena que provoca la imitación del llanto y las frases apropiadas de las películas románticas de perfil bajo y canciones de grupos pop de nombres ridículos.
          Darío era un ejemplo de la impostura aconsejada en una sociedad flácida y petulante, falsario en sus opiniones y compuesto de retales que iba tomando de aquí y allá. A veces era un pequeño deje adquirido tras repeticiones incansables de una escena de película americana; otras veces unas expresiones que comprobaba exultante que le servían a algún familiar para arrancar sonrisas de la galería; en ocasiones una forma de andar chulesca y arrogante, con un artificial contoneo de hombros como si estuviera siguiendo un ritmo musical, calcada a la de un compañero de clase; las más de las veces, personalidad y actitudes nacidas del plagio, sin una brizna genuina y auténtica. Pero si algo le definía en realidad era aquel trastorno impulsivo de ansiar lo que otros poseían. No porque supiera que, fueran personas, cosas o cualidades intangibles, saciarían el vacío que le agujereaba el alma, sino por el simple placer de arrebatar a otros lo que creían suyo. Conseguido su propósito perdía el interés por el caprichoso objeto de sus desvelos e incluso se preguntaba cuál era la razón por la que lo había deseado con tanto fervor. Estaba tan enfermo que era incapaz de reconocer que le movía únicamente los celos.
Como descarga en su defensa hay que matizar que su carácter no se forjó en un día sino que fue la respuesta inmediata a una familia de advenedizos y a una educación salpimentada con rencillas inconclusas. Sus padres, siguiendo a otros tantos, habían llegado de un pueblo arrasado por la escasez y la vulgaridad, y habían comprado una casa pequeña de nueva construcción en una zona proletaria de la ciudad. Los años trajeron hijos, hasta tres, progreso profesional al padre e ínfulas de marquesa a la madre quien se entretenía recargando la casa de tamaña decoración barroca que llegó a parecer una tarta nupcial y jugando al bridge con unas amigas a las que no aguantaba pero necesitaba. Tratando de rebasar en prestigio y nivel a sus vecinos más cercanos metieron a sus hijos en un colegio privado al que tardaban una hora en llegar, pero que tenía las mejores calificaciones medias de la ciudad y sobre todo les podría abrir la puerta a un abanico casi infinito de relaciones sociales de alto copete. Aunque nunca calcularon la contrapartida, el saco de ansiedad que cargaban sobre sus hombros y que les recordaba a cada paso, en cada cumpleaños, en cada reunión de clase o en cada conversación en el patio, que nunca podrían alcanzar el status que les era negado por genealogía y cuenta bancaria.
No dejaban pasar ocasión de implicarse en la asociación de padres, en los actos benéficos, en las cenas de navidad. Aparecían envueltos en una nube empalagosa de colonia y cosméticos, con la falsa elegancia del que se sabe vulgar y quiere aparentar sofisticación, y la arrogancia provinciana de quien confunde soberbia con categoría. Repartían adulaciones sin freno y recibían halagos con una sonrisilla de satisfacción infantil, para, acabado el evento, entretenerse durante días en la crítica malsana y el despiece humano que les reportaba un placer casi libidinoso.
Tampoco cejaron en dirigir a sus cachorros en afianzar relaciones con los hijos de las mejores familias de la ciudad, aunque estos les trataban como a unos impostores arrastrados y patéticos. Sin embargo les toleraban porque la aristocracia siempre ha requerido de bufones y plebeyos que les asienten en su escalafón superior. Con lo que los hijos hicieron contactos más que amistades, basados no en la afinidad sino en el interés que los mismos podían reportarles. Sus padres, ufanos y maquiavélicos, se enorgullecían de que se codearan con la élite de la ciudad. Tenían un tren de vida ostentoso, sobre todo cuando bajaban al pueblo los fines de semana y se juntaban con Eva la de la Churra o con Paco el hijo del pajarillo. En ese ambiente eran monarcas santificados, personajes novelescos de un linaje diferente que repartían consejos y sentencias rotundas que nadie contrariaba ya que salían de unas bocas que nunca herraban. Nadie dudaba de la magnitud ni del valor de aquellos parientes lejanos que habían hecho fortuna en la capital de provincias, como indianos retornados enriquecidos de las Américas.
En la ciudad la cosa era un poco diferente. Bien es cierto que mostraban unos recursos ilimitados a la hora de vestir y alternar, que les invitaban a los cumpleaños de los hijos de las familias más floridas y que de cara a la galería sacaban unas notas inmejorables. Todo pura fachada, por supuesto, ya que a la hora de la verdad seguían tan pobres como siempre, estirando el salario del padre hasta las migajas y enemistándose con la familia por herencias futuras, les invitaban a las fiestas de cumpleaños por simple lástima y Julio repitió segundo habiendo aprobado únicamente religión y gimnasia.
Ese ambiente ficticio, auspiciado por la sempiterna búsqueda del pelotazo ibérico, fue el caldo de cultivo donde se forjó el carácter de Darío. Con semejante aleccionamiento materno, rodeado de una inquina cainita donde el valor se medía en gramos de posesiones, habiendo crecido rodeado de un lujo aparente que nunca se podría equiparar al que otros daban por sentado, no era de extrañar que acabara descartando sus propios deseos diluidos entre los planes señoriales de sus padres.


3.
          Los niños son demasiado inocentes como para que les afecten las manipulaciones silenciosas pero no lo bastante dúctiles como para no enterarse de que les están manoseando el porvenir. La infancia de Darío Azcoitia, enmarcada dentro de una artificiosa normalidad social, no mostró las heridas que el comportamiento de sus padres iba dejando en su espíritu, aunque las cicatrices descansaban bajo la piel. Los verdaderos recelos, consecuencia de esas influencias, no se presentaron de forma meridiana hasta pasada la adolescencia. Hasta la madurez, quien más quien menos, quiere aparentar lo que no es y es incapaz de valorarse a sí mismo y a los que le rodean con la suficiente firmeza. Lo externo, lo que viene de fuera, siempre es más apreciado que lo propio, y por lo tanto los comportamientos de Darío no eran diferentes de los del resto de compañeros de su quinta.
El caso que le alertó sobre su abyecta propensión ocurrió al poco de cumplir los 18, cuando se encontraba perdido en un mar de indecisión y exigencias familiares por ser lo que no quería. Cobarde y carente de arrestos, nunca se atrevió a contradecir a sus progenitores, lo que acarreó el estigma indeleble de malgastar una vida que no le pertenecía. A la larga, este episodio no fue más que otro peldaño en su escalada denigrante pero tuvo la relevancia de que le hizo perder al mejor y probablemente único amigo que tuvo en toda su vida.
Confraternizó con Fran Cañas durante un campamento de verano en la sierra que organizaba la diputación: casi dos semanas en la montaña rodeados de vida salvaje, vientos y piquetas, aire puro y campo para desfogarse. Se reconocieron mutuamente en el autobús de ida pero hasta la hora de la cena, cuando ya habían plantado las tiendas en el camping y se habían distribuido los grupos en función de las edades, no se atrevió a acercarse y afirmar, que no preguntar, que estudiaban en el mismo colegio, en el mismo curso pero en clases diferentes. Por entonces tenían trece años, las hormonas rebosantes de ansiedad y granos que centraban sus desvelos. A los dos días pidieron cambio de tienda para poder estar juntos y no se separaron ni en las actividades ni en las excursiones ni en los juegos durante las jornadas siguientes, ya que habían conectado de una forma casi mágica. Tenían las mismas inquietudes, como las películas de artes marciales o las motos de gran cilindrada, y recorrían las mismas dudas en un despertar sexual ingenuo y puro. Diez días pueden dejar una huella intensa e indeleble en chicos de esa edad, precisamente porque en los albores de la madurez las afrentas y las imágenes se graban con una claridad imperecedera en nuestro recuerdo. Ni Fran ni Darío olvidarían nunca las noches de hoguera, embobados frente a las llamas chisporroteantes e hipnóticas, escuchando las historias de terror que los monitores contaban y cuyos personajes les acechaban cuando volvían a las tiendas canadienses por senderos sin iluminar; los tímidos mensajitos de amor que alguna chica colaba en la tienda en papeles cuadriculados doblados y redoblados con el destinatario escrito en letra dubitativa; el dulce cansancio después de la ducha y la sensación de limpieza que perduraba en la piel hasta la hora de meterte en el saco.
A la vuelta de vacaciones, el primer día de clase, Darío acudió con la incertidumbre del tratamiento que se darían Fran y él después de aquellos días de confidencias y felicidad porque apenas si se habían despedido a la bajada del autobús que les trajo de la montaña. Había intuido a Fran buscándole con la mirada entre la horda de padres sonrientes y niños hastiados, pero odiaba la explosión afectiva que acompañaba los adioses, con lo que se escabulló a la menor oportunidad en la parte trasera del coche de su padre. Sin embargo sus desvelos se esfumaron cuando ese primer día de nervios y reencuentros vio acercarse a Fran por el medio del patio de líneas repintadas, con paso firme y veloz y una amplia sonrisa bobalicona dibujada en la cara. Le estampó un abrazo intenso y sentido que estuvo a punto de abrir las ventanas de su corazón para que se aireara al sol y barrer de paso las telarañas pegadas en sus rincones.
El tiempo y las vivencias consolidaron su amistad, rodeándoles de una serie de compañeros y más tarde amigos que formaron una pandilla que se mantuvo unida hasta llegar a la universidad. El grupo era más fuerte que cualquier cosa que sucedía a su alrededor, más orgulloso que cualquier compañero de clase social elevada, más intensa que la unión familiar, más real que la mentira o el dolor. Pasaron juntos por todas las etapas que eran de esperar: conversaciones saladas de frutos secos en respaldos de banco, los primeros acercamientos a vicios que luego formarían parte de su rutina y afectarían su carácter, tardes de futbolín, de rondar sin destino, de amores que dejaron manchas en el porvenir, promesas de no convertirse en lo que finalmente acabaron siendo, en sus padres o incluso peores que estos.
Darío recuerda esos años como los más felices de su vida, no sólo porque cada despertar fuera un viaje iniciático a lo desconocido sino porque no tuvo que esforzarse en representar un papel que no le correspondía. Ninguno de los que le rodeaban poseía algo que él ansiara. En todo caso era él el blanco de los celos: sus padres se aseguraban en vestirle con las mejores marcas, siempre tenía dinero para invitar al litro y a los primeros cigarrillos o para comprarse bocadillos de tortilla con pimientos en el recreo, y además era el único que mantenía una tibia relación de afecto con la élite institucionalizada del colegio, hijos de prohombres y mecenas que andaban un metro por encima del resto, como Cristo flotando sobre las aguas, y que sabían su nombre y apellidos, cosa que ya era un logro a esas alturas. Seguramente sus padres hubieran esperado que en lugar de juntarse con los andrajosos venidos a más con los que salía Darío lo hubiera hecho con aquellos chavales pagados de sí mismos y soberbios, proyectos de patrones despóticos y maltratadores afectivos en serie que encontraban un disfrute sublime en humillar a los más débiles e indefensos. Darío sentía una honda repugnancia hacia ellos que durante un tiempo interpretó como un profundo desprecio por sus injusticias pero que en realidad era la plasmación del deseo de tener la capacidad de herir a alguien sin que este osara mover un dedo.
Pero la universidad disgregó el grupo de amigos en piezas autónomas con intereses incompatibles: unos tuvieron que salir a otras provincias donde se cursaban los estudios que en su pequeña ciudad no existían y otros empezaron a frecuentar las amistades de la facultad más que las del colegio. Para desgracia de Darío nadie estudió Historias como él.
Su decisión encolerizó a sus padres que esperaban que se hubiera decantado por derecho o económicas, carreras con más salidas o al menos con alguna salida diferente de ser un triste profesor de instituto. Pero Darío lo tenía claro. Adoraba el tiempo pasado, recorrer campos de batalla en su imaginación y civilizaciones arrasadas por la guerra y la hambruna, devoraba libros plomizos plagados de mapas y cronologías ilógicas, de distancias en estadios y leyes inhumanas de caciques deificados.
Con esa pasión que demostraba en el estudio y análisis no fue extraño que acabara la carrera como el mejor de su promoción y que recibiera una beca para permanecer en la universidad como adjunto al profesor titular de la asignatura de Roma y civilizaciones antiguas, materia en la que había destacado por encima del resto. Ayudó además que el rector de la universidad fuera el tío de un antiguo compañero del colegio. Al fin pudo entender aquel afán enfermizo de sus padres que le había lanzado durante años al afianzamiento de unas relaciones adulteradas, sacrificando su exiguo tiempo y capital.
Pero antes de todo aquello, en el verano previo a su nueva andadura universitaria, Fran Cañas apareció una tarde asfixiante de julio en el BB+ del brazo de   una novia que se acababa de echar. Era normal que el resto no la conociera porque desde hacía años empleaba parte de su tiempo libre tocando el bajo en un grupo de música que versionaba a los Beatles. No se les daba mal del todo pero, debido a su poca vocación y talento, su andadura apenas si dio para un puñado de conciertos muy descafeinados en fiestas patronales y bares de conocidos antes de separarse. Clara, haciendo honor a su nombre, era una muchacha de tez pálida nacarada, poseedora de un pelo rubio que se precipitaba en una cascada de ondas y de unos ojos felinos color miel. Se elevaba apenas metro y medio sobre un 36 y vestía un cuerpo menudo sin redondeces ni atributos superlativos. No llamaba la atención pese a su hermosura, salvo que esa discreta belleza te atrapara como había hecho con Fran.
Durante los meses de aquel tórrido verano sin piscinas ni mediodías los tres pasaron muchas horas juntos. En las horas centrales del día se escondían como osos en sus respectivas casas para apurar las noches en bares, terrazas y escaleras, hablando de todo y de nada, compartiendo un destino oscuro y el consiguiente desprecio generacional hacia la autoridad en general y la familia en particular. Acababan borrachos buscando dónde tomar la última entre los bares de detrás de la catedral, adornada con el verdín del tiempo que tanto fascinaba a Darío y los orines desenfadados, o sentados en un pretil junto al rio comiendo cualquier tentempié que mojar con el alcohol. Se creó entre los tres una intimidad y una camadería que iba más allá de la relación sentimental que mantenían Clara y Fran.
Sea porque se había enamorado perdidamente, por la necesidad de acaparar para él solo los afectos de Clara o más probablemente porque por primera vez Fran tenía algo de lo que él carecía, que él ansiaba, la realidad fue que una noche de primeros de septiembre, cuando el verano tocaba a su fin y no podía aguantar más la quemazón que inundaba sus pulmones, Darío aprovechó una ausencia de Fran para cargar contra él, criticándole furibundamente y tratando de hacerse valedor del corazón de Clara. Esgrimió la falta de tacto de su amigo y su carencia total de sentimientos profundos, le presentó un catálogo de relaciones fracasadas y mujeres humilladas a fin de vilipendiar la imagen idílica de su Fran. No escatimó en bajezas que hundieran su prestigio, incluyendo una sórdida querencia hacia el sadismo que nunca fue real. Sobre el fango vertido elevó su figura como un leal compañero que trataba de rectificar su errático rumbo, una persona de bondad infinita y sentimientos sinceros, y un romántico apasionado que robaría la luna con un sedal para que de noche iluminara únicamente su cama. Remató su cobarde actuación con un “¿cuándo vas a dejarle para venirte conmigo?” que quiso hacer sonar como propuesta a medias y acabó quedando como una traición repugnante, como aquella de Picasso con su amigo Apollinaire. No tuvo en cuenta las confidencias en la tienda canadiense, la admiración inquebrantable, el alcohol que fundió sus caminos y equivocó sus motivos, las risas que restallaban en las noches intercambiables.
Clara, en cuanto se quedó a solas con Fran, no tardó en relatarle la andanada malintencionada de Darío y esa sorprendente veracidad con la que enturbiaba sus intenciones, haciendo hincapié en la virulencia de sus palabras. Tampoco Fran perdió tiempo en llamar por teléfono a Darío y pedirle cuentas de los desprecios y falacias con que había tratado de emponzoñar el cerebro de Clara. Darío no se disculpó, su orgullo estaba por encima de eso, amén de no sentir el menor arrepentimiento por su actuación. Si cabe por no haber conseguido su objetivo y por la vergüenza de haber juzgado mal a la chica, quien no esperaba que le fuera con el cuento a su amigo a las primeras de cambio. Quizá únicamente sintió una cierta desazón por haber sido descubierto.
Nunca más volvieron a hablarse. Coincidían ocasionalmente en bares y eventos, algo imposible de evitar en pequeñas ciudades, pero incluso entonces ninguno trató de buscar una reconciliación en la que no creían. Darío jamás tuvo un amigo como Fran ni sintió por una mujer lo mismo que por Clara, convencido en el fondo de que la imposibilidad de haberla poseído le dotaba de un atractivo especial.


Años más tarde, plantado en una madurez solitaria, recordaría aquel episodio con una mezcla de pudor y amargura. Se hizo más huraño y cicatero, desconfiando incluso de la mujer que tuvo y no pudo mantener. Se llamaba Rosa y la conoció a través de una página de citas en internet, una de esas en que los candidatos se valoran mutuamente y, si se gustan y tienen intereses comunes, se inicia entre ellos un chat privado para conocerse mejor. El mundo digital y las redes sociales se habían convertido para él en un espacio trepidante pero que le provocaba más congoja que alegría. La evolución de las redes había dado rienda suelta a una legión infinita e insaciable de exhibicionistas y egocéntricos, maniquíes de carne y hueso que mostraban sus veleidades sin pudor ni cortapisas. Se había convertido en un canal en el que cabían todo tipo de especímenes dispuestos a demostrar que sus vidas eran más intensas, sus vacaciones más excitantes, sus hijos más guapos y sus platos más deliciosos. Las magdalenas pasaron a llamarse muffins o cupcakes, las mallas a ser leggins, el personal a ser staff y ya no se necesitan recordatorios sino reminders.
Darío se asomó a internet como a un abismo mareante que le hacía más infeliz en tanto en cuento sabía que le sería imposible conseguir acercarse a esos nuevos modelos de conducta y belleza, con una infinita oferta de servicios que nunca disfrutaría y de objetos que jamás poseería, recibiendo hondonadas dolorosas a su orgullo cada vez que un conocido colgaba una foto en Instagram mostrando sólo sus pies descalzos en una playa de las Maldivas o tuiteaba desde el concierto  de una superestrella para el que se acabaron las entradas a los cinco minutos de ponerse a la venta o mostraban sus sonrisas más limpias y sinceras en compañía de sus estúpidos e impertinentes hijos. Todo el mundo se movía, disfrutaba, gozaba de una existencia diseñada para ser compartida, mientras él se ahogaba en un mundo insustancial y rutinario, sin blog propio ni nada de lo que presumir. Y la felicidad ajena le volvió más y más desgraciado.
Con el correr de los años había incubado una repulsa siniestra hacia la expresión envidia sana. La aborrecía por encima de todo porque para él la envidia era solamente eso, envidia. Ni sana ni ostias. Son palabras que no casan ¿Que tu amigo se pasa tres semanas de mochilero en Brasil viviendo aventuras excitantes y conociendo a gente estupenda? pues me alegro ¡Mentira! No te alegras. Te alegraría ser tú el que explora la selva, el que se baña en pelotas en lagunas cristalinas y el que hace furiosamente el amor en un prado con una mulata la mar de cachonda. Que sea otro el que lo hace te molesta a rabiar ¿Que han ascendido a la inútil de tu prima que no sabe hacer la “o” con un canuto? Mucha suerte y que todo te vaya de maravilla. Seguro que sí porque tú lo vales ¿envidia sana? ¡Las pelotas! Quieres que fracase y no supere el periodo de prueba, de la misma forma que esperas que a tu amigo le rapten los paramilitares, le ataque un banco de pirañas salvajes y que la cachonda sea realmente un cachondo que le sorprenda por donde menos se lo espera.
La envidia nos envilece pero es noble, un sentimiento comprensible y real. El falso conformismo, la indiferencia fraternal, el altruismo hipócrita tan aceptado socialmente contribuyen a engordar una pelota de odio que acaba estallando sin remedio. Por eso Darío se alegraba sinceramente de las desgracias ajenas más que de sus éxitos, siempre nimios y delgados, porque necesitaba tales desgracias para hacer soportable su vida carente de ilusión y repleta de nostalgias.
Ni siquiera los primeros compases de su vida con Rosa le aportaron la dosis de alegría que suponía. Se había subido al carro de amor tradicional y lo había hecho con todo el equipaje: mujer, casa y vacaciones en la Manga. Pero aquello no dejaba de ser una reacción a lo que veía a su alrededor, entre los compañeros del claustro de la universidad y en su entorno familiar, y por tanto la novedad duró unos meses, los que tardó el tedio en instalarse en su casa y su vida marital con una ferocidad inusitada. Cargar con sus desdichas ya era malo pero incluir en la ecuación elementos externos que le desestabilizaban aún más fue un engorro inadmisible. Casi desde el día que pusieron el pie en su nueva casa, comprada deprisa y corriendo en un barrio del extrarradio,  se vio claro que la relación con Rosa no iba a tener ningún futuro. Ninguno de los parabienes que observaba en las películas e internet se parecían a lo que él experimentaba junto a una mujer que realmente no llenaba ningún vacío ni le completaba. Pensó mucho durante esos días en el dicho mejor solo que mal acompañado porque su presencia le resultaba tan extraña y molesta como un implacable trozo de carne mechada entre los dientes. Trataba de estar el menor tiempo posible en casa, inventando citas a deshoras o trabajos interminables, pero durante los escasos ratos que compartían y casi sin quererlo empezó a tratarla con desprecio, afeándole cada comportamiento e intento de moldear una vida en común, la machacaba con sus malos modos y frases con doble sentido hasta el punto de negarse a hacer el amor con ella hasta que no tuviera la figura que él esperaba. Afortunadamente una de las únicas decisiones juiciosas que tomó, y que con el paso de los años Rosa agradecería infinitamente, fue la negativa a tener descendencia. Darío era plenamente consciente de sus celos patológicos y no transigió en tener que compartir a su esposa (aunque la repudiara públicamente y en privado) con algún mocoso al que colmaría de los juegos, los desvelos y las atenciones que él no tendría. Todavía no había llegado a ser tan detestable como para no evitar tener que odiar a un bebe de su sangre por no ser capaz de refrenar ese egoísmo ancestral.
Se divorciaron a los siete meses, con la misma discreción que se casaron, sin testigos ni lágrimas. Rosa retomó su vida desde el mismo punto en que la había dejado, como si su tiempo con Darío sólo hubiera sido un mal sueño, y él asumió aquel capítulo como la constatación de una vida condenada a la soledad, repleta de ficciones donde prefería el sexo y la comida en solitario.
Los familiares de ambos lados se alegraron más que sorprenderse, los de Rosa porque siempre vieron que coexistían en planos diferentes y, mientras ella había entregado sus armas y sacrificado parte de los intereses y características que la definían como persona independiente, él no cejaba en la idea de mantener por todos los medios posibles su forma y estilo de vida, sin importarle por un instante lo que sería mejor para la pareja. Los familiares de Darío se alegraron por la justicia divina que aquella ruptura abrupta representaba, ya que no le perdonaban que hubiera decidido, con su execrable sentido de la inoportunidad, precipitar absurdamente su boda sin consultarlo con nadie y  acabar casándose dos semanas antes que su hermano Curro, quien había elegido fecha con un año de antelación. Internamente, todas las excusas y vaguedades que repartió junto a las invitaciones, escondían la motivación real, rastrera e infantil de no ver el día de su boda ensombrecido por alguna otra anterior más comentada y aplaudida.

  
5.
Peor aún si cabe fue la evolución de su carrera profesional en la universidad, precitada su caída en un mar de embustes. Durante los primeros años se había mostrado motivado y colaborador, implicado tanto en los proyectos de investigación que lanzaba la universidad como en la relación con los alumnos. Su trato era cercano y se entretenía compartiendo sus conocimientos más allá de las aulas. Disfrutaba mucho charlando de acontecimientos históricos en la cafetería, rodeado de varios acólitos con los que despachaba informalmente sobre el valor real de la batalla de Actium o sobre los méritos tácticos en la batalla de Zama. Sobre todo se complacía viendo las caras de marcado interés de los alumnos cuando narraba anécdotas sobre personajes históricos y sus pueblos que había entresacado de sus biografías, como la forma de macerar la carne de los hunos o las perversiones de Alejandro Magno, aprendidas seguramente de  su madre, la procaz Olimpia de Epiro. Pero entre todas, la que les hacía hervir de emoción era la referida al encuentro entre Escipión el africano y Aníbal, otro de sus iconos más preciados. Contaba exultante que, tras la batalla de Zama y vagar por el mundo buscando protección en diferentes reinos, Aníbal el cartaginés y Escipión el africano se volvieron a encontrar. Escipión le interrogó sobre quiénes habían sido para él los tres mejores generales de la historia. Aníbal contestó que el primero sin duda había sido Alejandro de Macedonia, el segundo Pirro de Epiro y en tercer lugar él mismo. Escipión, al parecer, reflexionó quedamente y preguntó: “¿Y si no hubieras sido derrotado por mí?” Aníbal levantó la frente orgullosa y le contestó: “Entonces yo estaría en primer lugar por encima de ellos”.
Pero la desaparición de la novedad que el puesto y los chavales significaban, el paso devastador de los meses, el desgaste de un tránsito por mundos arrasados que ya no importaban a nadie y su falta de talento a la hora de innovar, de estudiar, de reinventarse, le condujeron implacablemente hacia un dique seco, igual que un barco con el cascarón arruinado. Las clases se volvieron rutinarias, anodinas bajo su tutela aburrida y pragmática, los estudios bajaron de nivel con la misma velocidad que se reducían la cantidad de lecturas y ensayos, y un día se encontró tomando solo un café en la cafetería. Había vuelto a caer en la previsibilidad que era lo que más temía, y una violenta oleada autodestructiva le empujó hacia la devastación, igual que le sucedió con su amigo Fran y con Rosa, tenaz en su búsqueda patética de la infelicidad. Así fue como se  enfrentó a la denuncia por abuso de confianza y apropiación indebida.
Todo el caso estalló cuando registró como suyo un estudio sobre el carro de combate y la crueldad excesiva como razones de la hegemonía bélica de los asirios de Asurnasirpal II a principios del I milenio antes de Cristo. Ahí es nada. Aparentemente no era más que otro estudio vasto y detallado, con un exhaustivo trabajo de investigación de un sesudo y consolidado profesor universitario. El problema, y no pequeño, fue que el autor no era estrictamente él.
Sancho Ferroso, un brillante estudiante de cuarto, había acudido a él en busca de la guía que pensaba que su trabajo necesitaba. No sólo eso sino que también trataba de conseguir el altavoz y los contactos que alguien influyente en la comunidad educativa podía proporcionarle. En un mundo tan reducido y endogámico como el académico, donde los bastones de mando pasan de padres a hijos como las colecciones de sellos, donde los palmeros hacen su carrera jaleando a los vitalicios, el tener un padrino de categoría es fundamental. Sin embargo no cayó en la cuenta de que la ayuda de estos, sus migajas, no eran gratuitas, sino que había que poseer tragaderas de calado.
Tuvieron varias reuniones, la mayoría en el despacho diminuto y atestado de carpetas y libros que Darío Azcoitia compartía en la universidad, en las cuales leyeron y repasaron el esbozo de proyecto con detenimiento, discutiendo sobre algunos pasajes más novelados de lo adecuado o de acontecimientos poco fidedignos y precisos o de fechas que bailaban ligeramente. Pero en líneas generales el trabajo era excepcional, de una categoría impropia en un alumno de veintipocos años. La extensa bibliografía hablaba de su concienzuda documentación y trabajo de síntesis, sus razonamientos mecánicos eran brillantes y la plasmación táctica de las batallas, aderezado con un ritmo ágil y prosaico, hacía del manual un estudio de calidad indudable. Aquello fue superior a sus fuerzas. Que un alumno imberbe se colocara en un plano superior a él, que se creyera merecedor de la atención que el mundo académico y especializado no se había dignado a prestarle, pero sobre todo que tuviera un potencial y una capacidad tan superlativa en comparación con su mediocridad, le ahogó en un resquemor pueril que le hizo perder el sueño durante semanas, retorciéndose en su caldo miserable de decepción y autocompasión.
En sus noches insomnes empezó a trazar estrategias para despojarle de su trabajo y presentarlo como íntegramente suyo, igual que en ocasiones anteriores había hecho incluir su nombre como coautor de trabajos de alumnos que apenas si había leído en diagonal, planes que llegaban incluso al asesinato y ocultación del cadáver, fantaseando con arrebatarle la vida y más tarde su obra. Ferroso nunca supo que su inmenso talento estuvo cerca de costarle la vida.
Pero, guiado por su experiencia previa y las habladurías que corrían por el campus, Darío llegó a la conclusión de que el alumno jamás sería capaz de rebelarse contra el maestro aunque este se apoderara del fruto de su don de una forma maliciosa y descarada. Así que tomó el último archivo del bosquejo que le había mandado Sancho, cambió varios párrafos y títulos, modificó expresiones demasiado coloquiales por aquí y por allá, lo maquetó como si fuera exclusivamente suyo y lo lanzó con cada uno de sus sucios tentáculos a agentes, investigadores y profesores a fin de conseguir la relevancia suficiente para que fuera publicado y expuesto.
No contaba con que, tras hacerse público el trabajo, Sancho se indignara de tal forma que tomara la determinación (¡fíjate que engreído malnacido!) de que el esfuerzo y la ilusión volcados en su obra valían más que una triste carrera en la cátedra de historia de su profesor. Darío tampoco pensó que Sancho y su familia tuvieran los arrestos de enfrentarse a un profesor universitario y al movimiento subterráneo de voces que discurría en torno a él. Nuevamente, como en el caso de Clara muchos años antes, había errado gravemente en sus predicciones, y se encontró de la noche a la mañana cuestionado por el colectivo investigador, mirado con recelo por historiadores y apartado temporalmente de sus funciones lectivas. Pudo mantener su despacho, su plaza de aparcamiento y su salario hasta que la junta rectora le comunicó que le concedían una excedencia forzosa hasta final de curso para que se replanteara si quería seguir con la docencia. Lo que subyacía bajo este ofrecimiento era el imperativo de que fuera buscando prados más verdes antes de que se vieran obligados a prescindir de él de una forma mucho más drástica y humillante.
Sin embargo no fue necesaria ninguna disposición al respecto. Los inexorables vientos que nunca habían movido las velas de su vida vinieron, caprichosos,  a tomar las decisiones que guiarían sus últimos días.
          Cuando el médico de cabecera le citó de urgencia con el digestivo del hospital fue como un estallido en los cimientos que anclaban sus pies a la irrealidad. El paso siguiente le condujo al ala de oncología, el lugar más triste y deprimente de la tierra, saturado de dolor, esperanzas frustradas y futuros más que inciertos. De repente se vio desamparado y sólo, sin el brazo de alguien cercano porque no quedaba nadie que quisiera prestarle su tiempo, invadido por un acceso de ira al comprobar la desazón de los familiares que sí rodeaban a los enfermos durante el trance.
Por supuesto que los análisis no vinieron sino a confirmar el diagnóstico que los síntomas auguraban, la pérdida radical de peso, los pinchazos insistentes en el costado, la fatiga. Sin embargo Darío no recibió la noticia con desasosiego ni tristeza. Muy al contrario una sensación de profundo alivio le invadió.
Fueron sus mejores días, incluso más plenos y felices que los de la época lejana del colegio con Fran y el resto de la panda, cuando sólo tenían tiempo y polvos por gastar. Experimentó una liberación total tras desprenderse de la pesada mochila de su envidia congénita. De repente dejó de agrietarle el alma lo que pensaran los demás, lo que hicieran o poseyeran, abandonó el discurso pesimista y mezquino que le había embrutecido y observó con nostalgia cómo su felicidad había menguado a la vez que sus cuitas iban mermando su autoestima. Se dio cuenta de que ya no tenía que compararse con nadie, que buscar cómo medrar o triunfar o aparentar ser y tener lo que no era ni tenía. Dejó de despertarse por las mañanas con la acidez culpable en el paladar provocada por la bilis que le corroía por dentro para pasar a preocuparse de la enfermedad más real e implacable que literalmente se lo comía a pequeños pero voraces bocados. Volvió a dormir tranquilo y sereno cuando dejó de agobiarse por acumular dinero, halagos o experiencias y cuando asumió, con pesadumbre pero también con serenidad clarividente, que sólo le quedaba tiempo para morirse.
Tuvo entonces tiempo de encontrar entre la ceniza de su corazón el cariño que nunca demostró a su mujer y la gratitud que nunca demandó su familia, el arrepentimiento por antiguos compañeros a los que vilipendió y amigos a los que traicionó. Pero ya era demasiado tarde. Las puertas se cerraron frente a él como el muro de intransigencia y odio que él había ido plantando frente a todos los que quisieron formar parte de su vida. Sólo Rosa se apiadó de él.
Maldijo su estirpe decadente y podrida y la flaqueza de carácter en las decisiones que fue tomando o que no tomó o que sí tomó pero basadas en motivos equivocados. Le dolió no poder congregar en torno a su cama en el día más importante de su miserable vida más que a la mujer que había despreciado y a un par de enfermeras para las que la muerte había pasado a constituir una anécdota incómoda.
El día que Darío Azcoitia murió, Rosa le agarraba con cariño la mano, como un día hizo Josette con Juan Gris, caído en desgracia como él y tan desvalido. Su cuerpo había adquirido una fragilidad vidriosa y su perfil un filo patricio que representaba muy poco sus días sin descanso ni piedad. Sólo Rosa, su nuevo marido y una madre advenediza que le robó la infancia acudieron al funeral.
Cuando echaron la cortina a su vida teatral y a la sala donde descansaba su ataúd, en la calle desierta un viento helado barrió las hojas muertas de los árboles y las elevó tres metros sobre el suelo en un vuelo prodigioso al que nadie prestó atención.




          Madrid, 19 de Julio de 2017