1.
No soportaba la pausada mansedumbre de
Juan. Para ser sincero, intrincado en un rinconcito entre los pulmones y el
corazón donde somos inmunes a la autocomplacencia y sólo rige la verdad, Darío Azcoitia
le odiaba profundamente. Le había llegado a parecer indecente su conformismo corrosivo,
su humildad suicida hasta en la muerte.
Se
había aficionado hacía años a la novela histórica bien documentada y a las
biografías, al recorrido por los éxitos íntimos y las miserias individuales. Empezó
con una de Napoleón cuando apenas era un adolescente y le siguió otra antológica
sobre Roald Amundsen que le enganchó desde el pasaje donde narraba cómo, siendo
aún un niño, dejaba la ventana de su habitación noruega abierta para irse
acostumbrando al frío extremo que le acompañaría en sus expediciones. Desde
entonces no cribaba en cuanto a profesión, época o nacionalidad sino que tomaba
de aquí y de allá las experiencias vividas por esos personajes históricos como
el que toma una ciruela al azar entre la pléyade que pende del árbol.
Con
una franca mirada retrospectiva no dejaba de resultar lógica esa afición hacia
la narración de la vida de otros, habida cuenta de que siempre le importó más
lo que hacían, pensaban o conseguían los demás que sus propios logros o
pulsiones.
La
biografía de Juan, sin embargo, no la escogió al azar sino tras leer un
artículo sobre su amigo Pablo. Le atrajo inicialmente la relación mantenida
entre ambos pero acabó únicamente interesado en el análisis de la personalidad
de Juan, tan esquiva y ciclotímica. Se enfrentó a la humilde aceptación de la
muerte ajena con un espasmo de ira, admirando por contra esa estoica resignación
de Juan que le hacía verse aún más vil y despreciable. Le indignaba que aparentemente
nunca hubiera sentido una ola de envidia feroz hacia su amigo Pablo, el cabrón
desalmado de Pablo, con el que compartió proyectos, ideas y sueños y que había
disfrutado casi desde el principio de un éxito que a él se le negó. Pero Juan
era así: taciturno y leal, enfermo de melancolía y cariño sincero a quien le
acogió cuando llegó a esa ciudad impaciente y voraz, tan hostil como aperturista,
nutrida de la tristeza bohemia que casaba tan bien con su carácter.
Pablo,
el genio, el insensible y despótico Pablo, el insaciable, le abrió por momentos
su puerta de par en par (que no su corazón) como el mentor de un perrillo desvalido
de una camada imposible, ansioso por aspirar la esencia del éxito, huido de un
país que se precipitaba indolente al ocaso. Entendió esa acogida como un gesto
de franca confraternización y nunca como la manera que tenía el maestro de elevarse
sobre la mediocridad que en el fondo representaba. Porque para crear prefería a
George, sus dedos y su mente, su fenomenal duelo del que rebosaba amplificado el
talento descomunal de ambos. Noches insomnes en las que sus desconcertantes
ojos de mono filipino recorrían el espacio viendo lo que otros sólo soñaban,
retazos de realidad distorsionada.
Juan,
sin embargo, siempre fue el mequetrefe del vagón de cola, el tercero en
discordia que se tuvo que reinventar, pintando ilustraciones al principio y
compartiendo exposiciones más tarde para poder ser visto, reconocido. Pero la
sombra gigante de Pablo siempre estaba pendiendo sobre su futuro, como los
nubarrones de París y el hambre, amenazando con convertirle a los ojos del
mundo en una réplica indecente, en un mero obrero carente de imaginación, en un
patético imitador de relleno. Y la guerra y la pobreza vinieron de la mano para
ensanchar la grieta de su amistad y la añoranza de una tierra donde no volvería
a poner un pie. Josette le salvó de sí mismo y de su virulento pesimismo, le
dio motivos y razones, y le cogió de la mano hasta el día que murió ahogándose
en su sangre pacífica sin haber llegado a ser casi nadie. Pablo llegó a
quitarle el protagonismo incluso en su funeral.
¿Acaso
era posible que Juan Gris nunca sintiera las punzadas de odio que, regido por
una envidia forjada en la intrascendencia, le laceraban el corazón? Darío lo
consideraba improbable. Vivir a la sombra de alguien que te niega el sol para germinar
es tan duro como reconocer tu propio fracaso. No es que Picasso menospreciara a
Juan Gris, es que nunca le tuvo realmente en cuenta. Ni a él ni a su talento,
algo consecuente con el carácter antropófago del artista. Su personalidad
magnética embriagaba a los que tenía alrededor, sobre todo a las mujeres de su
vida, quienes acabaron muriendo a puñados incapaces de soportar un día más la
ausencia de Pablo. Pero tenía la misma capacidad para conquistarlas y
seducirlas que para humillarlas y despreciarlas, como un sacerdote erigido en deidad
de su propia religión. Y no solamente con las mujeres de su vida tuvo esos
episodios rabiosos de misoginia mezclada con celos y paranoias enfermizas, como
la que le llevó a obligar a una amante a ser la única que le cortara las uñas de
los pies y las guardara en bolsas herméticas para que nadie pudiera hacer
brujería con ellas. Es célebre la anécdota sobre el robo de la Gioconda en el
Louvre en el cual fue implicado su íntimo amigo Apollinaire. El perfil mezquino
del artista quedó revelado cuando fue llamado a declarar y confesó, sin una
pizca de remordimiento, que no conocía a aquel individuo con el que en verdad había
compartido infinidad de tardes y cafés.
Seguramente,
de encontrarse en planos opuestos, Picasso no se hubiera comportado de una
forma tan afable y conformista como lo hizo el pusilánime Gris. Seguramente
habría hecho cualquier cosa por conseguir arrebatarle el prestigio y la fama, esa
gloria esquiva y bastarda, aunque hubiera tenido que denigrarle, menospreciarle
o injuriarle. Lo que fuera con tal de lograr el objetivo que las tripas le
empujaban a alcanzar.
Tras
una reflexión detenida y somera, calibrando sus propios comportamientos y
haciendo acopio de experiencias, Darío llegó a la conclusión de que, sin el
menor género de dudas, estaba mucho más cerca de Picasso que de Juan Gris. Y aun
así le seguía removiendo la actitud mansa del artista empobrecido.
2.
No
le avergonzaba reconocer que se había movido con más frecuencia de la deseada
en un terreno incierto donde los afectos y las amistades variaban dependiendo
de las exigencias sociales y profesionales, y que en más de una ocasión se
había conducido con una indudable falta de ética. No sólo en el plano laboral,
acosando a compañeros y alumnos, sembrando insidias entre los miembros del
claustro a fin de obtener rédito, sino también en el personal, donde había
dilapidado segundas oportunidades que nunca mereció y amistades de las que se
aprovechó.
Durante mucho tiempo se hartó de
repetir el mismo axioma a quien le pedía que se definiera. No dejaba de poseer
una enorme carga de vanidad y autoestima mal encaminada el aseverar que el
hecho diferencial era ser buena persona. A lo mejor no una excepcional, añadía,
pero sí una relativamente buena. Y la gente recibía el mensaje y bajaba la
guardia, víctimas de un engaño que querían creer o que no tenían intención de
corroborar, ansiosos por encontrar entre la mugre de una sociedad profundamente
enferma el rayo de esperanza que significa hallar al menos a una persona buena.
Pero las ilusiones se iban desvaneciendo cuando la certeza daba paso a la
decepción y más tarde a la cólera.
Sin duda, muchos factores determinaron
su personalidad egoísta de celoso patológico porque desde siempre le costó asimilar
las palancas que regían la vida de los demás. O al menos los sentimientos que les
alentaban y empujaban, que les motivaban e insuflaban ánimo. Seguramente porque
sus motivaciones se basaban en deseos robados, en pasiones reactivas ya vividas
por alguien en su entorno y carentes de originalidad. De esa forma, Darío
Azcoitia nunca se había saciado en la fuente del amor desbocado sino que había
seguido a pies juntillas los pasos de conocidos y amigos en un puñado de
relaciones infértiles e insatisfactorias. Todo por no aparecer ante ellos a
paso cambiado y poseer los placeres que relataban con sumo detalle. Aquellas
mujeres le importaban lo justo para saborear las mieles de sus labios y
reproducir unas posturas circenses que luego compartía con sus correligionarios.
De igual manera jamás había sentido la tristeza del desamor, únicamente la
ilusión lacrimógena que provoca la imitación del llanto y las frases apropiadas
de las películas románticas de perfil bajo y canciones de grupos pop de nombres
ridículos.
Darío era un ejemplo de la impostura
aconsejada en una sociedad flácida y petulante, falsario en sus opiniones y
compuesto de retales que iba tomando de aquí y allá. A veces era un pequeño
deje adquirido tras repeticiones incansables de una escena de película
americana; otras veces unas expresiones que comprobaba exultante que le servían
a algún familiar para arrancar sonrisas de la galería; en ocasiones una forma
de andar chulesca y arrogante, con un artificial contoneo de hombros como si
estuviera siguiendo un ritmo musical, calcada a la de un compañero de clase;
las más de las veces, personalidad y actitudes nacidas del plagio, sin una
brizna genuina y auténtica. Pero si algo le definía en realidad era aquel
trastorno impulsivo de ansiar lo que otros poseían. No porque supiera que,
fueran personas, cosas o cualidades intangibles, saciarían el vacío que le
agujereaba el alma, sino por el simple placer de arrebatar a otros lo que creían
suyo. Conseguido su propósito perdía el interés por el caprichoso objeto de sus
desvelos e incluso se preguntaba cuál era la razón por la que lo había deseado
con tanto fervor. Estaba tan enfermo que era incapaz de reconocer que le movía
únicamente los celos.
Como
descarga en su defensa hay que matizar que su carácter no se forjó en un día
sino que fue la respuesta inmediata a una familia de advenedizos y a una
educación salpimentada con rencillas inconclusas. Sus padres, siguiendo a otros
tantos, habían llegado de un pueblo arrasado por la escasez y la vulgaridad, y
habían comprado una casa pequeña de nueva construcción en una zona proletaria
de la ciudad. Los años trajeron hijos, hasta tres, progreso profesional al
padre e ínfulas de marquesa a la madre quien se entretenía recargando la casa
de tamaña decoración barroca que llegó a parecer una tarta nupcial y jugando al
bridge con unas amigas a las que no aguantaba pero necesitaba. Tratando de
rebasar en prestigio y nivel a sus vecinos más cercanos metieron a sus hijos en
un colegio privado al que tardaban una hora en llegar, pero que tenía las
mejores calificaciones medias de la ciudad y sobre todo les podría abrir la
puerta a un abanico casi infinito de relaciones sociales de alto copete. Aunque
nunca calcularon la contrapartida, el saco de ansiedad que cargaban sobre sus
hombros y que les recordaba a cada paso, en cada cumpleaños, en cada reunión de
clase o en cada conversación en el patio, que nunca podrían alcanzar el status
que les era negado por genealogía y cuenta bancaria.
No
dejaban pasar ocasión de implicarse en la asociación de padres, en los actos
benéficos, en las cenas de navidad. Aparecían envueltos en una nube empalagosa
de colonia y cosméticos, con la falsa elegancia del que se sabe vulgar y quiere
aparentar sofisticación, y la arrogancia provinciana de quien confunde soberbia
con categoría. Repartían adulaciones sin freno y recibían halagos con una
sonrisilla de satisfacción infantil, para, acabado el evento, entretenerse
durante días en la crítica malsana y el despiece humano que les reportaba un
placer casi libidinoso.
Tampoco
cejaron en dirigir a sus cachorros en afianzar relaciones con los hijos de las mejores
familias de la ciudad, aunque estos les trataban como a unos impostores
arrastrados y patéticos. Sin embargo les toleraban porque la aristocracia
siempre ha requerido de bufones y plebeyos que les asienten en su escalafón
superior. Con lo que los hijos hicieron contactos más que amistades, basados no
en la afinidad sino en el interés que los mismos podían reportarles. Sus padres,
ufanos y maquiavélicos, se enorgullecían de que se codearan con la élite de la
ciudad. Tenían un tren de vida ostentoso, sobre todo cuando bajaban al pueblo
los fines de semana y se juntaban con Eva la de la Churra o con Paco el hijo
del pajarillo. En ese ambiente eran monarcas santificados, personajes novelescos
de un linaje diferente que repartían consejos y sentencias rotundas que nadie
contrariaba ya que salían de unas bocas que nunca herraban. Nadie dudaba de la
magnitud ni del valor de aquellos parientes lejanos que habían hecho fortuna en
la capital de provincias, como indianos retornados enriquecidos de las
Américas.
En
la ciudad la cosa era un poco diferente. Bien es cierto que mostraban unos
recursos ilimitados a la hora de vestir y alternar, que les invitaban a los
cumpleaños de los hijos de las familias más floridas y que de cara a la galería
sacaban unas notas inmejorables. Todo pura fachada, por supuesto, ya que a la
hora de la verdad seguían tan pobres como siempre, estirando el salario del
padre hasta las migajas y enemistándose con la familia por herencias futuras, les
invitaban a las fiestas de cumpleaños por simple lástima y Julio repitió
segundo habiendo aprobado únicamente religión y gimnasia.
Ese
ambiente ficticio, auspiciado por la sempiterna búsqueda del pelotazo ibérico,
fue el caldo de cultivo donde se forjó el carácter de Darío. Con semejante
aleccionamiento materno, rodeado de una inquina cainita donde el valor se medía
en gramos de posesiones, habiendo crecido rodeado de un lujo aparente que nunca
se podría equiparar al que otros daban por sentado, no era de extrañar que
acabara descartando sus propios deseos diluidos entre los planes señoriales de
sus padres.
3.
Los niños son demasiado inocentes como
para que les afecten las manipulaciones silenciosas pero no lo bastante dúctiles
como para no enterarse de que les están manoseando el porvenir. La infancia de
Darío Azcoitia, enmarcada dentro de una artificiosa normalidad social, no
mostró las heridas que el comportamiento de sus padres iba dejando en su
espíritu, aunque las cicatrices descansaban bajo la piel. Los verdaderos recelos,
consecuencia de esas influencias, no se presentaron de forma meridiana hasta
pasada la adolescencia. Hasta la madurez, quien más quien menos, quiere aparentar
lo que no es y es incapaz de valorarse a sí mismo y a los que le rodean con la
suficiente firmeza. Lo externo, lo que viene de fuera, siempre es más apreciado
que lo propio, y por lo tanto los comportamientos de Darío no eran diferentes de
los del resto de compañeros de su quinta.
El
caso que le alertó sobre su abyecta propensión ocurrió al poco de cumplir los
18, cuando se encontraba perdido en un mar de indecisión y exigencias
familiares por ser lo que no quería. Cobarde y carente de arrestos, nunca se
atrevió a contradecir a sus progenitores, lo que acarreó el estigma indeleble
de malgastar una vida que no le pertenecía. A la larga, este episodio no fue
más que otro peldaño en su escalada denigrante pero tuvo la relevancia de que
le hizo perder al mejor y probablemente único amigo que tuvo en toda su vida.
Confraternizó
con Fran Cañas durante un campamento de verano en la sierra que organizaba la
diputación: casi dos semanas en la montaña rodeados de vida salvaje, vientos y
piquetas, aire puro y campo para desfogarse. Se reconocieron mutuamente en el
autobús de ida pero hasta la hora de la cena, cuando ya habían plantado las
tiendas en el camping y se habían distribuido los grupos en función de las
edades, no se atrevió a acercarse y afirmar, que no preguntar, que estudiaban
en el mismo colegio, en el mismo curso pero en clases diferentes. Por entonces
tenían trece años, las hormonas rebosantes de ansiedad y granos que centraban
sus desvelos. A los dos días pidieron cambio de tienda para poder estar juntos
y no se separaron ni en las actividades ni en las excursiones ni en los juegos
durante las jornadas siguientes, ya que habían conectado de una forma casi
mágica. Tenían las mismas inquietudes, como las películas de artes marciales o
las motos de gran cilindrada, y recorrían las mismas dudas en un despertar
sexual ingenuo y puro. Diez días pueden dejar una huella intensa e indeleble en
chicos de esa edad, precisamente porque en los albores de la madurez las afrentas
y las imágenes se graban con una claridad imperecedera en nuestro recuerdo. Ni
Fran ni Darío olvidarían nunca las noches de hoguera, embobados frente a las
llamas chisporroteantes e hipnóticas, escuchando las historias de terror que
los monitores contaban y cuyos personajes les acechaban cuando volvían a las
tiendas canadienses por senderos sin iluminar; los tímidos mensajitos de amor
que alguna chica colaba en la tienda en papeles cuadriculados doblados y
redoblados con el destinatario escrito en letra dubitativa; el dulce cansancio después
de la ducha y la sensación de limpieza que perduraba en la piel hasta la hora
de meterte en el saco.
A
la vuelta de vacaciones, el primer día de clase, Darío acudió con la
incertidumbre del tratamiento que se darían Fran y él después de aquellos días
de confidencias y felicidad porque apenas si se habían despedido a la bajada
del autobús que les trajo de la montaña. Había intuido a Fran buscándole con la
mirada entre la horda de padres sonrientes y niños hastiados, pero odiaba la
explosión afectiva que acompañaba los adioses, con lo que se escabulló a la menor
oportunidad en la parte trasera del coche de su padre. Sin embargo sus desvelos
se esfumaron cuando ese primer día de nervios y reencuentros vio acercarse a
Fran por el medio del patio de líneas repintadas, con paso firme y veloz y una
amplia sonrisa bobalicona dibujada en la cara. Le estampó un abrazo intenso y
sentido que estuvo a punto de abrir las ventanas de su corazón para que se
aireara al sol y barrer de paso las telarañas pegadas en sus rincones.
El
tiempo y las vivencias consolidaron su amistad, rodeándoles de una serie de
compañeros y más tarde amigos que formaron una pandilla que se mantuvo unida
hasta llegar a la universidad. El grupo era más fuerte que cualquier cosa que
sucedía a su alrededor, más orgulloso que cualquier compañero de clase social
elevada, más intensa que la unión familiar, más real que la mentira o el dolor.
Pasaron juntos por todas las etapas que eran de esperar: conversaciones saladas
de frutos secos en respaldos de banco, los primeros acercamientos a vicios que
luego formarían parte de su rutina y afectarían su carácter, tardes de
futbolín, de rondar sin destino, de amores que dejaron manchas en el porvenir,
promesas de no convertirse en lo que finalmente acabaron siendo, en sus padres
o incluso peores que estos.
Darío
recuerda esos años como los más felices de su vida, no sólo porque cada
despertar fuera un viaje iniciático a lo desconocido sino porque no tuvo que
esforzarse en representar un papel que no le correspondía. Ninguno de los que
le rodeaban poseía algo que él ansiara. En todo caso era él el blanco de los
celos: sus padres se aseguraban en vestirle con las mejores marcas, siempre
tenía dinero para invitar al litro y a los primeros cigarrillos o para
comprarse bocadillos de tortilla con pimientos en el recreo, y además era el
único que mantenía una tibia relación de afecto con la élite institucionalizada
del colegio, hijos de prohombres y mecenas que andaban un metro por encima del
resto, como Cristo flotando sobre las aguas, y que sabían su nombre y apellidos,
cosa que ya era un logro a esas alturas. Seguramente sus padres hubieran
esperado que en lugar de juntarse con los andrajosos venidos a más con los que
salía Darío lo hubiera hecho con aquellos chavales pagados de sí mismos y
soberbios, proyectos de patrones despóticos y maltratadores afectivos en serie que
encontraban un disfrute sublime en humillar a los más débiles e indefensos.
Darío sentía una honda repugnancia hacia ellos que durante un tiempo interpretó
como un profundo desprecio por sus injusticias pero que en realidad era la
plasmación del deseo de tener la capacidad de herir a alguien sin que este osara
mover un dedo.
Pero
la universidad disgregó el grupo de amigos en piezas autónomas con intereses
incompatibles: unos tuvieron que salir a otras provincias donde se cursaban los
estudios que en su pequeña ciudad no existían y otros empezaron a frecuentar las
amistades de la facultad más que las del colegio. Para desgracia de Darío nadie
estudió Historias como él.
Su
decisión encolerizó a sus padres que esperaban que se hubiera decantado por derecho
o económicas, carreras con más salidas o al menos con alguna salida diferente de
ser un triste profesor de instituto. Pero Darío lo tenía claro. Adoraba el
tiempo pasado, recorrer campos de batalla en su imaginación y civilizaciones
arrasadas por la guerra y la hambruna, devoraba libros plomizos plagados de
mapas y cronologías ilógicas, de distancias en estadios y leyes inhumanas de caciques
deificados.
Con
esa pasión que demostraba en el estudio y análisis no fue extraño que acabara
la carrera como el mejor de su promoción y que recibiera una beca para
permanecer en la universidad como adjunto al profesor titular de la asignatura
de Roma y civilizaciones antiguas, materia en la que había destacado por encima
del resto. Ayudó además que el rector de la universidad fuera el tío de un
antiguo compañero del colegio. Al fin pudo entender aquel afán enfermizo de sus
padres que le había lanzado durante años al afianzamiento de unas relaciones adulteradas,
sacrificando su exiguo tiempo y capital.
Pero
antes de todo aquello, en el verano previo a su nueva andadura universitaria,
Fran Cañas apareció una tarde asfixiante de julio en el BB+ del brazo de una novia que se acababa de echar. Era normal
que el resto no la conociera porque desde hacía años empleaba parte de su
tiempo libre tocando el bajo en un grupo de música que versionaba a los
Beatles. No se les daba mal del todo pero, debido a su poca vocación y talento,
su andadura apenas si dio para un puñado de conciertos muy descafeinados en
fiestas patronales y bares de conocidos antes de separarse. Clara, haciendo
honor a su nombre, era una muchacha de tez pálida nacarada, poseedora de un
pelo rubio que se precipitaba en una cascada de ondas y de unos ojos felinos color
miel. Se elevaba apenas metro y medio sobre un 36 y vestía un cuerpo menudo sin
redondeces ni atributos superlativos. No llamaba la atención pese a su
hermosura, salvo que esa discreta belleza te atrapara como había hecho con
Fran.
Durante
los meses de aquel tórrido verano sin piscinas ni mediodías los tres pasaron
muchas horas juntos. En las horas centrales del día se escondían como osos en
sus respectivas casas para apurar las noches en bares, terrazas y escaleras,
hablando de todo y de nada, compartiendo un destino oscuro y el consiguiente desprecio
generacional hacia la autoridad en general y la familia en particular. Acababan
borrachos buscando dónde tomar la última entre los bares de detrás de la
catedral, adornada con el verdín del tiempo que tanto fascinaba a Darío y los
orines desenfadados, o sentados en un pretil junto al rio comiendo cualquier
tentempié que mojar con el alcohol. Se creó entre los tres una intimidad y una
camadería que iba más allá de la relación sentimental que mantenían Clara y
Fran.
Sea
porque se había enamorado perdidamente, por la necesidad de acaparar para él
solo los afectos de Clara o más probablemente porque por primera vez Fran tenía
algo de lo que él carecía, que él ansiaba, la realidad fue que una noche de
primeros de septiembre, cuando el verano tocaba a su fin y no podía aguantar
más la quemazón que inundaba sus pulmones, Darío aprovechó una ausencia de Fran
para cargar contra él, criticándole furibundamente y tratando de hacerse valedor
del corazón de Clara. Esgrimió la falta de tacto de su amigo y su carencia
total de sentimientos profundos, le presentó un catálogo de relaciones
fracasadas y mujeres humilladas a fin de vilipendiar la imagen idílica de su Fran.
No escatimó en bajezas que hundieran su prestigio, incluyendo una sórdida
querencia hacia el sadismo que nunca fue real. Sobre el fango vertido elevó su
figura como un leal compañero que trataba de rectificar su errático rumbo, una
persona de bondad infinita y sentimientos sinceros, y un romántico apasionado
que robaría la luna con un sedal para que de noche iluminara únicamente su cama.
Remató su cobarde actuación con un “¿cuándo vas a dejarle para venirte
conmigo?” que quiso hacer sonar como propuesta a medias y acabó quedando como
una traición repugnante, como aquella de Picasso con su amigo Apollinaire. No
tuvo en cuenta las confidencias en la tienda canadiense, la admiración
inquebrantable, el alcohol que fundió sus caminos y equivocó sus motivos, las
risas que restallaban en las noches intercambiables.
Clara,
en cuanto se quedó a solas con Fran, no tardó en relatarle la andanada
malintencionada de Darío y esa sorprendente veracidad con la que enturbiaba sus
intenciones, haciendo hincapié en la virulencia de sus palabras. Tampoco Fran perdió
tiempo en llamar por teléfono a Darío y pedirle cuentas de los desprecios y
falacias con que había tratado de emponzoñar el cerebro de Clara. Darío no se
disculpó, su orgullo estaba por encima de eso, amén de no sentir el menor
arrepentimiento por su actuación. Si cabe por no haber conseguido su objetivo y
por la vergüenza de haber juzgado mal a la chica, quien no esperaba que le
fuera con el cuento a su amigo a las primeras de cambio. Quizá únicamente sintió
una cierta desazón por haber sido descubierto.
Nunca
más volvieron a hablarse. Coincidían ocasionalmente en bares y eventos, algo imposible
de evitar en pequeñas ciudades, pero incluso entonces ninguno trató de buscar
una reconciliación en la que no creían. Darío jamás tuvo un amigo como Fran ni
sintió por una mujer lo mismo que por Clara, convencido en el fondo de que la
imposibilidad de haberla poseído le dotaba de un atractivo especial.
4º
Años
más tarde, plantado en una madurez solitaria, recordaría aquel episodio con una
mezcla de pudor y amargura. Se hizo más huraño y cicatero, desconfiando incluso
de la mujer que tuvo y no pudo mantener. Se llamaba Rosa y la conoció a través
de una página de citas en internet, una de esas en que los candidatos se
valoran mutuamente y, si se gustan y tienen intereses comunes, se inicia entre
ellos un chat privado para conocerse mejor. El mundo digital y las redes
sociales se habían convertido para él en un espacio trepidante pero que le
provocaba más congoja que alegría. La evolución de las redes había dado rienda
suelta a una legión infinita e insaciable de exhibicionistas y egocéntricos,
maniquíes de carne y hueso que mostraban sus veleidades sin pudor ni
cortapisas. Se había convertido en un canal en el que cabían todo tipo de
especímenes dispuestos a demostrar que sus vidas eran más intensas, sus
vacaciones más excitantes, sus hijos más guapos y sus platos más deliciosos.
Las magdalenas pasaron a llamarse muffins o cupcakes, las mallas a ser leggins,
el personal a ser staff y ya no se necesitan recordatorios sino reminders.
Darío
se asomó a internet como a un abismo mareante que le hacía más infeliz en tanto
en cuento sabía que le sería imposible conseguir acercarse a esos nuevos
modelos de conducta y belleza, con una infinita oferta de servicios que nunca
disfrutaría y de objetos que jamás poseería, recibiendo hondonadas dolorosas a
su orgullo cada vez que un conocido colgaba una foto en Instagram mostrando
sólo sus pies descalzos en una playa de las Maldivas o tuiteaba desde el
concierto de una superestrella para el que
se acabaron las entradas a los cinco minutos de ponerse a la venta o mostraban
sus sonrisas más limpias y sinceras en compañía de sus estúpidos e
impertinentes hijos. Todo el mundo se movía, disfrutaba, gozaba de una
existencia diseñada para ser compartida, mientras él se ahogaba en un mundo insustancial
y rutinario, sin blog propio ni nada de lo que presumir. Y la felicidad ajena
le volvió más y más desgraciado.
Con
el correr de los años había incubado una repulsa siniestra hacia la expresión envidia sana. La aborrecía por encima de
todo porque para él la envidia era
solamente eso, envidia. Ni sana ni ostias. Son palabras que no casan ¿Que tu
amigo se pasa tres semanas de mochilero en Brasil viviendo aventuras excitantes
y conociendo a gente estupenda? pues me alegro ¡Mentira! No te alegras. Te
alegraría ser tú el que explora la selva, el que se baña en pelotas en lagunas cristalinas
y el que hace furiosamente el amor en un prado con una mulata la mar de cachonda.
Que sea otro el que lo hace te molesta a rabiar ¿Que han ascendido a la inútil
de tu prima que no sabe hacer la “o” con un canuto? Mucha suerte y que todo te
vaya de maravilla. Seguro que sí porque tú lo vales ¿envidia sana? ¡Las pelotas!
Quieres que fracase y no supere el periodo de prueba, de la misma forma que
esperas que a tu amigo le rapten los paramilitares, le ataque un banco de
pirañas salvajes y que la cachonda sea realmente un cachondo que le sorprenda
por donde menos se lo espera.
La
envidia nos envilece pero es noble, un sentimiento comprensible y real. El
falso conformismo, la indiferencia fraternal, el altruismo hipócrita tan
aceptado socialmente contribuyen a engordar una pelota de odio que acaba
estallando sin remedio. Por eso Darío se alegraba sinceramente de las
desgracias ajenas más que de sus éxitos, siempre nimios y delgados, porque
necesitaba tales desgracias para hacer soportable su vida carente de ilusión y
repleta de nostalgias.
Ni
siquiera los primeros compases de su vida con Rosa le aportaron la dosis de
alegría que suponía. Se había subido al carro de amor tradicional y lo había
hecho con todo el equipaje: mujer, casa y vacaciones en la Manga. Pero aquello
no dejaba de ser una reacción a lo que veía a su alrededor, entre los
compañeros del claustro de la universidad y en su entorno familiar, y por tanto
la novedad duró unos meses, los que tardó el tedio en instalarse en su casa y
su vida marital con una ferocidad inusitada. Cargar con sus desdichas ya era
malo pero incluir en la ecuación elementos externos que le desestabilizaban aún
más fue un engorro inadmisible. Casi desde el día que pusieron el pie en su nueva
casa, comprada deprisa y corriendo en un barrio del extrarradio, se vio claro que la relación con Rosa no iba
a tener ningún futuro. Ninguno de los parabienes que observaba en las películas
e internet se parecían a lo que él experimentaba junto a una mujer que
realmente no llenaba ningún vacío ni le completaba. Pensó mucho durante esos
días en el dicho mejor solo que mal
acompañado porque su presencia le resultaba tan extraña y molesta como un
implacable trozo de carne mechada entre los dientes. Trataba de estar el menor
tiempo posible en casa, inventando citas a deshoras o trabajos interminables,
pero durante los escasos ratos que compartían y casi sin quererlo empezó a
tratarla con desprecio, afeándole cada comportamiento e intento de moldear una
vida en común, la machacaba con sus malos modos y frases con doble sentido
hasta el punto de negarse a hacer el amor con ella hasta que no tuviera la
figura que él esperaba. Afortunadamente una de las únicas decisiones juiciosas
que tomó, y que con el paso de los años Rosa agradecería infinitamente, fue la
negativa a tener descendencia. Darío era plenamente consciente de sus celos
patológicos y no transigió en tener que compartir a su esposa (aunque la
repudiara públicamente y en privado) con algún mocoso al que colmaría de los juegos,
los desvelos y las atenciones que él no tendría. Todavía no había llegado a ser
tan detestable como para no evitar tener que odiar a un bebe de su sangre por
no ser capaz de refrenar ese egoísmo ancestral.
Se
divorciaron a los siete meses, con la misma discreción que se casaron, sin testigos
ni lágrimas. Rosa retomó su vida desde el mismo punto en que la había dejado,
como si su tiempo con Darío sólo hubiera sido un mal sueño, y él asumió aquel
capítulo como la constatación de una vida condenada a la soledad, repleta de
ficciones donde prefería el sexo y la comida en solitario.
Los
familiares de ambos lados se alegraron más que sorprenderse, los de Rosa porque
siempre vieron que coexistían en planos diferentes y, mientras ella había
entregado sus armas y sacrificado parte de los intereses y características que
la definían como persona independiente, él no cejaba en la idea de mantener por
todos los medios posibles su forma y estilo de vida, sin importarle por un
instante lo que sería mejor para la pareja. Los familiares de Darío se alegraron
por la justicia divina que aquella ruptura abrupta representaba, ya que no le
perdonaban que hubiera decidido, con su execrable sentido de la inoportunidad, precipitar
absurdamente su boda sin consultarlo con nadie y acabar casándose dos semanas antes que su
hermano Curro, quien había elegido fecha con un año de antelación. Internamente,
todas las excusas y vaguedades que repartió junto a las invitaciones, escondían
la motivación real, rastrera e infantil de no ver el día de su boda ensombrecido
por alguna otra anterior más comentada y aplaudida.
5.
Peor
aún si cabe fue la evolución de su carrera profesional en la universidad,
precitada su caída en un mar de embustes. Durante los primeros años se había
mostrado motivado y colaborador, implicado tanto en los proyectos de
investigación que lanzaba la universidad como en la relación con los alumnos.
Su trato era cercano y se entretenía compartiendo sus conocimientos más allá de
las aulas. Disfrutaba mucho charlando de acontecimientos históricos en la
cafetería, rodeado de varios acólitos con los que despachaba informalmente
sobre el valor real de la batalla de Actium o sobre los méritos tácticos en la
batalla de Zama. Sobre todo se complacía viendo las caras de marcado interés de
los alumnos cuando narraba anécdotas sobre personajes históricos y sus pueblos
que había entresacado de sus biografías, como la forma de macerar la carne de
los hunos o las perversiones de Alejandro Magno, aprendidas seguramente de su madre, la procaz Olimpia de Epiro. Pero entre
todas, la que les hacía hervir de emoción era la referida al encuentro entre
Escipión el africano y Aníbal, otro de sus iconos más preciados. Contaba
exultante que, tras la batalla de Zama y vagar por el mundo buscando protección
en diferentes reinos, Aníbal el cartaginés y Escipión el africano se volvieron
a encontrar. Escipión le interrogó sobre quiénes habían sido para él los tres
mejores generales de la historia. Aníbal contestó que el primero sin duda había
sido Alejandro de Macedonia, el segundo Pirro de Epiro y en tercer lugar él
mismo. Escipión, al parecer, reflexionó quedamente y preguntó: “¿Y si no
hubieras sido derrotado por mí?” Aníbal levantó la frente orgullosa y le
contestó: “Entonces yo estaría en primer lugar por encima de ellos”.
Pero
la desaparición de la novedad que el puesto y los chavales significaban, el
paso devastador de los meses, el desgaste de un tránsito por mundos arrasados
que ya no importaban a nadie y su falta de talento a la hora de innovar, de
estudiar, de reinventarse, le condujeron implacablemente hacia un dique seco,
igual que un barco con el cascarón arruinado. Las clases se volvieron
rutinarias, anodinas bajo su tutela aburrida y pragmática, los estudios bajaron
de nivel con la misma velocidad que se reducían la cantidad de lecturas y
ensayos, y un día se encontró tomando solo un café en la cafetería. Había
vuelto a caer en la previsibilidad que era lo que más temía, y una violenta
oleada autodestructiva le empujó hacia la devastación, igual que le sucedió con
su amigo Fran y con Rosa, tenaz en su búsqueda patética de la infelicidad. Así
fue como se enfrentó a la denuncia por
abuso de confianza y apropiación indebida.
Todo
el caso estalló cuando registró como suyo un estudio sobre el carro de combate y la crueldad excesiva como razones de la hegemonía
bélica de los asirios de Asurnasirpal II a principios del I milenio antes de
Cristo. Ahí es nada. Aparentemente no era más que otro estudio vasto y
detallado, con un exhaustivo trabajo de investigación de un sesudo y consolidado
profesor universitario. El problema, y no pequeño, fue que el autor no era
estrictamente él.
Sancho
Ferroso, un brillante estudiante de cuarto, había acudido a él en busca de la
guía que pensaba que su trabajo necesitaba. No sólo eso sino que también
trataba de conseguir el altavoz y los contactos que alguien influyente en la
comunidad educativa podía proporcionarle. En un mundo tan reducido y endogámico
como el académico, donde los bastones de mando pasan de padres a hijos como las
colecciones de sellos, donde los palmeros hacen su carrera jaleando a los
vitalicios, el tener un padrino de categoría es fundamental. Sin embargo no
cayó en la cuenta de que la ayuda de estos, sus migajas, no eran gratuitas,
sino que había que poseer tragaderas de calado.
Tuvieron
varias reuniones, la mayoría en el despacho diminuto y atestado de carpetas y
libros que Darío Azcoitia compartía en la universidad, en las cuales leyeron y
repasaron el esbozo de proyecto con detenimiento, discutiendo sobre algunos
pasajes más novelados de lo adecuado o de acontecimientos poco fidedignos y
precisos o de fechas que bailaban ligeramente. Pero en líneas generales el
trabajo era excepcional, de una categoría impropia en un alumno de veintipocos
años. La extensa bibliografía hablaba de su concienzuda documentación y trabajo
de síntesis, sus razonamientos mecánicos eran brillantes y la plasmación
táctica de las batallas, aderezado con un ritmo ágil y prosaico, hacía del
manual un estudio de calidad indudable. Aquello fue superior a sus fuerzas. Que
un alumno imberbe se colocara en un plano superior a él, que se creyera
merecedor de la atención que el mundo académico y especializado no se había
dignado a prestarle, pero sobre todo que tuviera un potencial y una capacidad
tan superlativa en comparación con su mediocridad, le ahogó en un resquemor pueril
que le hizo perder el sueño durante semanas, retorciéndose en su caldo
miserable de decepción y autocompasión.
En
sus noches insomnes empezó a trazar estrategias para despojarle de su trabajo y
presentarlo como íntegramente suyo, igual que en ocasiones anteriores había
hecho incluir su nombre como coautor de trabajos de alumnos que apenas si había
leído en diagonal, planes que llegaban incluso al asesinato y ocultación del
cadáver, fantaseando con arrebatarle la vida y más tarde su obra. Ferroso nunca
supo que su inmenso talento estuvo cerca de costarle la vida.
Pero,
guiado por su experiencia previa y las habladurías que corrían por el campus,
Darío llegó a la conclusión de que el alumno jamás sería capaz de rebelarse
contra el maestro aunque este se apoderara del fruto de su don de una forma maliciosa
y descarada. Así que tomó el último archivo del bosquejo que le había mandado
Sancho, cambió varios párrafos y títulos, modificó expresiones demasiado
coloquiales por aquí y por allá, lo maquetó como si fuera exclusivamente suyo y
lo lanzó con cada uno de sus sucios tentáculos a agentes, investigadores y
profesores a fin de conseguir la relevancia suficiente para que fuera publicado
y expuesto.
No
contaba con que, tras hacerse público el trabajo, Sancho se indignara de tal
forma que tomara la determinación (¡fíjate que engreído malnacido!) de que el
esfuerzo y la ilusión volcados en su obra valían más que una triste carrera en
la cátedra de historia de su profesor. Darío tampoco pensó que Sancho y su
familia tuvieran los arrestos de enfrentarse a un profesor universitario y al
movimiento subterráneo de voces que discurría en torno a él. Nuevamente, como en
el caso de Clara muchos años antes, había errado gravemente en sus
predicciones, y se encontró de la noche a la mañana cuestionado por el
colectivo investigador, mirado con recelo por historiadores y apartado
temporalmente de sus funciones lectivas. Pudo mantener su despacho, su plaza de
aparcamiento y su salario hasta que la junta rectora le comunicó que le
concedían una excedencia forzosa hasta final de curso para que se replanteara
si quería seguir con la docencia. Lo que subyacía bajo este ofrecimiento era el
imperativo de que fuera buscando prados más verdes antes de que se vieran
obligados a prescindir de él de una forma mucho más drástica y humillante.
Sin
embargo no fue necesaria ninguna disposición al respecto. Los inexorables vientos
que nunca habían movido las velas de su vida vinieron, caprichosos, a tomar las decisiones que guiarían sus
últimos días.
Cuando el médico de cabecera le citó
de urgencia con el digestivo del hospital fue como un estallido en los cimientos
que anclaban sus pies a la irrealidad. El paso siguiente le condujo al ala de
oncología, el lugar más triste y deprimente de la tierra, saturado de dolor,
esperanzas frustradas y futuros más que inciertos. De repente se vio
desamparado y sólo, sin el brazo de alguien cercano porque no quedaba nadie que
quisiera prestarle su tiempo, invadido por un acceso de ira al comprobar la
desazón de los familiares que sí rodeaban a los enfermos durante el trance.
Por
supuesto que los análisis no vinieron sino a confirmar el diagnóstico que los
síntomas auguraban, la pérdida radical de peso, los pinchazos insistentes en el
costado, la fatiga. Sin embargo Darío no recibió la noticia con desasosiego ni
tristeza. Muy al contrario una sensación de profundo alivio le invadió.
Fueron
sus mejores días, incluso más plenos y felices que los de la época lejana del
colegio con Fran y el resto de la panda, cuando sólo tenían tiempo y polvos por
gastar. Experimentó una liberación total tras desprenderse de la pesada mochila
de su envidia congénita. De repente dejó de agrietarle el alma lo que pensaran
los demás, lo que hicieran o poseyeran, abandonó el discurso pesimista y mezquino
que le había embrutecido y observó con nostalgia cómo su felicidad había
menguado a la vez que sus cuitas iban mermando su autoestima. Se dio cuenta de
que ya no tenía que compararse con nadie, que buscar cómo medrar o triunfar o aparentar
ser y tener lo que no era ni tenía. Dejó de despertarse por las mañanas con la
acidez culpable en el paladar provocada por la bilis que le corroía por dentro
para pasar a preocuparse de la enfermedad más real e implacable que literalmente
se lo comía a pequeños pero voraces bocados. Volvió a dormir tranquilo y sereno
cuando dejó de agobiarse por acumular dinero, halagos o experiencias y cuando
asumió, con pesadumbre pero también con serenidad clarividente, que sólo le
quedaba tiempo para morirse.
Tuvo
entonces tiempo de encontrar entre la ceniza de su corazón el cariño que nunca
demostró a su mujer y la gratitud que nunca demandó su familia, el arrepentimiento
por antiguos compañeros a los que vilipendió y amigos a los que traicionó. Pero
ya era demasiado tarde. Las puertas se cerraron frente a él como el muro de
intransigencia y odio que él había ido plantando frente a todos los que
quisieron formar parte de su vida. Sólo Rosa se apiadó de él.
Maldijo
su estirpe decadente y podrida y la flaqueza de carácter en las decisiones que
fue tomando o que no tomó o que sí tomó pero basadas en motivos equivocados. Le
dolió no poder congregar en torno a su cama en el día más importante de su
miserable vida más que a la mujer que había despreciado y a un par de
enfermeras para las que la muerte había pasado a constituir una anécdota
incómoda.
El
día que Darío Azcoitia murió, Rosa le agarraba con cariño la mano, como un día
hizo Josette con Juan Gris, caído en desgracia como él y tan desvalido. Su
cuerpo había adquirido una fragilidad vidriosa y su perfil un filo patricio que
representaba muy poco sus días sin descanso ni piedad. Sólo Rosa, su nuevo
marido y una madre advenediza que le robó la infancia acudieron al funeral.
Cuando
echaron la cortina a su vida teatral y a la sala donde descansaba su ataúd, en
la calle desierta un viento helado barrió las hojas muertas de los árboles y
las elevó tres metros sobre el suelo en un vuelo prodigioso al que nadie prestó
atención.
Madrid,
19 de Julio de 2017